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“Diálogos” de información y opinión

“Diálogos” de información y opinión

El ciclo Diálogos es una interesante iniciativa del juez Garzón que, en el excelente escenario de la Casa de América –y con patrocinio de La Caixa y la Universidad de Nueva York– tuvo mucho eco público, de manera especial en el encuentro con Felipe González. Este último lunes, a pretexto de dialogar sobre las políticas iberoamericanas de derechos humanos, seguridad y justicia, y acompañado por el procurador general de México, Eduardo Medina Mora, y el fiscal general de Colombia, Mario Iguarán, fue el fiscal Mariano Fernández Bermejo, nuevo titular de la cartera de Justicia, quien se sometió al fuego dialéctico de Baltasar Garzón, y pronto se vio que el tema anunciado interesaba menos que el papel de la información y la opinión en la Prensa. Pese a tanto ilustre jurista, el diálogo no fue de temas jurídicos, sino de periodismo.

Se quejan mucho los jueces, seguramente con razón, de que los periodistas nos metemos en jardines jurídicos con poco conocimiento e incluso a veces con insuficiente sensibilidad respecto a muy serias cuestiones de derecho y garantías. El lunes pudimos comprobar que se debieran aplicar la misma cautela cuando acuden a los también complejos jardines del periodismo y los medios de comunicación social. Un observador superficial que hubiera seguido la argumentación del ministro Fernández Bermejo pensaría que el ilustre fiscal tiene algo contra los periodistas. La mejor prueba de que no es así viene de la elección de Julio Pérez como secretario de Estado de Justicia, y por tanto su más directo colaborador en el Ministerio, ya que el jurista Julio Pérez tiene una segunda profesión, además del Derecho, que es precisamente la de periodista, y no sólo a título académico, sino ejercida en muy importantes periódicos de su tierra canaria.

Sabe el magistrado Garzón –con quien mantuve una apasionante “agarrada” epistolar hace casi dos décadas, sin heridas, porque el diálogo las suturó de inmediato– la admiración que profeso a su nada impune esfuerzo personal por generar ósmosis entre la Justicia y la Sociedad, algo especialmente importante para la autenticidad, y por tanto la salud, de cualquier sociedad democrática avanzada. Se había sentido el juez agredido por determinada información en una revista que a la sazón yo dirigía, y por los términos de su queja, me declaré a mi vez apercibido, coartado o como quiera decirse en mi espacio profesional del derecho constitucional a la información libre, sólo condicionada por la obligada veracidad. Cuando lo hablamos distendidamente creo que nos dimos cuenta de que, en lo sustancial de ambas perspectivas, los dos pensábamos lo mismo, y que el problema era exclusivamente de ponderación y límites, no de sustancia.

La cuestión es muy importante, porque la libertad de expresión no es un derecho más del edificio democrático, sino la piedra maestra sobre la que se levanta. Puede fallar cualquier otra cosa y sobrevivir la legitimidad democrática, pero cualquier limitación o recorte de la libertad de expresión –“ya tocando la boca, o ya la frente/silencio avises o amenaces miedo”– es una enmienda a la totalidad del sistema y un deterioro irreparable de sus pilares de sustentación. Por eso, la libertad de expresión que proclama el artículo 20.1 de nuestra Constitución de 1978, y que no puede tener otros límites que los determinados en el artículo 20.4, no es un derecho de los periodistas ni de las empresas informativas, sino de todos y cada uno de los ciudadanos. Y lo que opine al respecto un magistrado o un fiscal tiene una importancia muy especial, no sólo por la condición y poder de los custodios de la legalidad, sino por el papel excepcional que les asigna el artículo 20.5, al definir que sólo “en virtud de resolución judicial” puede acordarse el secuestro de medios informativos.

No me permitiría el matiz que sigue, formulado desde el sincero respeto, si no estuviera convencido del pleno y demostrado compromiso democrático del fiscal Fernández Bermejo, ahora ministro de Justicia. Se perfectamente que lo que dijo el lunes, relativo a separar –“señalizar”, por utilizar el concepto periodístico, ya que las palabras nunca son impunes– la información de la opinión es algo que comparten la inmensa mayoría de los hombres del Derecho y no pocos otros ciudadanos. Pero es que lo consagrado por nuestra Constitución e inherente a cualquier arquitectura democrática no es el derecho a la información, con todo y ser muy importante, sino la libertad de expresión. Y sucede que la libertad de expresión, para serlo en plenitud, es el espacio de encuentro de la información con la opinión. Es precisamente la opinión libre lo que eleva la información a elemento estructural y vertebrador de una sociedad democrática.

Bajo esta perspectiva de plenitud, que encaja de alguna manera con lo que es la catedral laica del sistema, estará bien, será útil y corresponde, esto sí, a los profesionales de la comunicación, es decir, a los periodistas, publicar de manera que el público sepa con claridad lo que es información y lo que es opinión, es decir, lo que está sometido al imperio de la veracidad y lo que se debe a las reglas del razonamiento. Por eso los anglosajones hablan de “señalizar” y no de “separar” información y opinión. Seguro que en este punto todos podemos coincidir, porque la segregación y rechazo de actuaciones tan inmorales y lamentables como la “manipulación”, la “intoxicación”, etc., corresponde, en una sociedad democrática, a los propios ciudadanos, nunca a las autoridades públicas. La autoridad no otorga privilegio en la opinión. Como dijo en 1932 un gran tribuno liberal socialista, Álvaro de Albornoz, al asumir precisamente la cartera de Justicia, “los votos nos dan el derecho a gobernar, no el patrimonio de la verdad”.

Escrito todo lo anterior, el acto fue muy interesante y fue bueno que discurriera por donde discurrió y no por las procelosas aguas de los serios problemas que los grandes valores de seguridad y justicia padecen en Latinoamérica.

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