Tengo tantas anécdotas, tantas vivencias, con Adolfo Suárez
viernes 21 de marzo de 2014, 19:24h
engo tantas anécdotas, tantas vivencias, con Adolfo Suárez, que
me golpean el corazón y la mente, que me siento incapaz de condensarlas
en un solo artículo. He conversado preocupadamente con él sobre España.
Creo que alguna vez fui su confidente. Jugué al mus con él -siempre
perdí-- y fui testigo de muchas de sus fortalezas y de alguna de sus
debilidades. Así que primero conocí al político y después, a la persona.
Me sorprendió lo primero, me fascinó lo segundo.
Cuando
Adolfo Suárez hijo me contó, hace no muchos días, que su padre estaba
nuevamente hospitalizado, víctima de una neumonía, me dí cuenta de que
habíamos llegado al final. Era asunto grave para quienes seguíamos
minuto a minuto, con inquietud, los avatares de la salud precaria del
gran Adolfo Suárez, ochenta y un años físicos, algunos de ellos perdidos
para la consciencia.
Reconozco que soy, desde que tuve la
fortuna de tratarlo personalmente, hace la friolera de casi cuarenta
años, un enorme admirador del duque de Suárez. Cuando, como yo hago en
estos días, repasas lo que ocurrió hace casi cuatro décadas, te das
cuenta de la enorme figura de aquel presidente con un par, capaz de dar
la vuelta a un Estado en once meses, desde julio de 1976, cuando fue
nombrado inesperadamente presidente del Gobierno del Rey, hasta
las elecciones de junio de 1977. Todo lo demás, elaboración de la
Constitución incluida, es casi accesorio, aunque también admirable. Y
meto en el mismo saco la gallardía con la que supo enfrentarse, aquel
aciago 23 de febrero, al energúmeno que tomó, pistola en mano, el
Congreso de los Diputados.
El valor a Suárez se le suponía.
Por eso no me admiró cómo salió al paso de los subfusiles de los
guardias civiles mal uniformados y peor encarados que zarandeaban al
teniente general Gutiérrez Mellado. Me hubiera sorprendido
cualquier otra reacción. Pero reconozco que, cuando le conocí, cuando,
por primera vez a mis veintipocos años me dirigió la palabra -"vosotros,
los creadores de opinión...", me aduló--, jamás hubiera pensado que, en
once meses, aquel hombre con apariencia corriente, que no era número
uno en cualquier oposición de elite, que no había escrito tratado alguno
de Derecho Constitucional, que había vestido hasta el día anterior la
camisa azul de falangista, que no hablaba otro idioma que el español de
Avila, pudiese poner patas arriba todo el arquitrabe del franquismo.
Y lo hizo. Con ayuda del Rey, si usted quiere. Con ayuda de Felipe González, de Carrillo, de Tarradellas, de Martín Villa, de Ajuriaguerra, de Nicolás Redondo, de Marcelino Camacho,
de algunos en la patronal como José María Cuevas, de algunos en la
Iglesia como Tarancón, y en el Ejército, como el mentado 'Guti', y de
tantos otros, lo hizo; hubiese sido del todo imposible culminar tan
ardua tarea sin ayudas. Cambió la estructura partidaria, las leyes
básicas, la estructura laboral y económica, las relaciones
internacionales, la legislación...y las mentes. Todo. En menos de un
año.
O sea, que sí se puede. Comprendo que este hombre que
se nos va apagando y del que desgraciadamente pronto tendremos la
postrera y fatal noticia, es aún una amenaza, por las comparaciones que
llegarán, para quienes nunca serán como él. Para quienes podrían ser
como él y han renunciado a serlo, porque es más sencillo mantenerse en
el carril de la administración sabia de los tiempos, de las dosis de
prudencia calculadas. Un minuto de estos, Adolfo Suárez nos faltará y
entonces comprenderemos cuánto necesitamos a alguien como él y miraremos
en derredor y entonces, nada o casi nada.