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Crepúsculo rojo

Crepúsculo rojo

Por Gabriel Elorriaga F
lunes 18 de noviembre de 2013, 16:31h
"Una democracia es una comunidad organizada en Estado de Derecho, cuyo Derecho presupone, en su aplicación, igualdad entre sus ciudadanos, los cuales gozan de posibilidades de expresión y ejercicio de la personalidad, en un clima de orden que garantiza el respeto a organizar independientemente vidas y haciendas y donde las ideas y las opiniones circulan sin otros límites que los prefijados por la necesidad de vivir y hasta disentir en paz. En resumen, un marco, tanto de garantías como de seguridades, dentro del cual el hombre puede desenvolverse dignamente como ser moralmente libre, con respeto a los derechos de los demás en la misma proporción en que los demás respetan los suyos." Esta especie de arenga la pronuncié yo en el año 1.965 a través de un programa de Televisión Española -entonces la única existente- según consta en la videoteca y, por si hubiese alguna duda, fue reproducida en letra impresa en un libro titulado "Puntos de vista" publicado en 1.966 por la Editora Nacional.









Es evidente que, en aquellas fechas, las circunstancias descritas no se daban plenamente en la práctica pero, también, es evidente que el fenómeno denominado "aperturismo" podía abrirse camino para impulsar un proceso predemocrático. Hoy, cuando no hay ninguna duda de que vivimos en un marco democrático, con más o menos defectos, pero sin ninguna limitación y hasta con alguna extralimitación, leo un libro firmado por Julio Anguita y Carmen Reina titulado "Conversaciones sobre la III República". En dicho libro se opina con pesimismo que: "la democracia está entrando en descomposición". Con todos los respetos a una persona correcta como Julio Anguita y con la certeza de que la libre expresión de sus opiniones es una demostración de que vivimos en una democracia que no se descompone, pienso que tal afirmación es una solemne fantasía. En nuestra época lo único que ha entrado en descomposición irreversible son las viejas dictaduras comunistas de inspiración marxista-leninista a que rendían devoción incondicional, sino el propio Anguita, sus antecesores ideológicos. No quedan sino una caricatura insular caribeña y una República Popular China entregada a un corrupto capitalismo de Estado cuando su media población rural permanece en la miseria.









Soy consciente que en la década de los sesenta, a que me referí anteriormente, personas como Julio Anguita o Carmen Reina no disfrutaban del libre ejercicio de todos sus derechos democráticos. Pero también soy consciente que aquellas personas o similares, en aquellos tiempos, en que eran la oposición más radical e intransigente a la situación imperante de hecho, no desarrollaban su oposición con una propuesta aperturista democrática sino como un intento, siempre frustrado, de establecer una dictadura del proletariado de corte totalitario y de inspiración soviética.









Para completar su pesimista opinión sobre la democracia contemporánea, los autores de este libro añaden un segundo aserto: que el Estado-Nación está entrando en el crepúsculo. Yo no sé con qué gafas oscuras contempla el paisaje esta pareja para ver esos colores crepusculares. Pero me parece que la presunta internacionalización de la historia contemporánea ya no tiene nada que ver con el viejo internacionalismo proletario y que, inclusive, tanto la Organización de Naciones Unidas como nuestra Unión Europea están basadas en la solidez y vigencia de los Estados-Nación que integran sus asambleas antes que en el oscurecimiento o disolución de las soberanías nacionales. Si contemplamos el tono de las grandes potencias de nuestros días -Estados Unidos, Rusia, China, Alemania, Japón, Brasil, Reino Unido, etc.- no se observa el menor síntoma de que sean Estados-Nación crepusculares sino, por el contrario, comunidades muy notablemente aferradas a sus identidades nacionales. Los únicos Estados-Nación en crepúsculo son los microestados ridículos basados en hechos diferenciales racistas o lingüistas.









Cuando concluyó la II Guerra Mundial, alguien con un sentido del humor más agudo que profético dijo aquello de que, en el mundo subsiguiente no quedarían más reyes que los cuatro de la baraja y la Reina de Inglaterra. Hoy, las grandes potencias presidencialistas -Estados Unidos, Rusia, Francia- han adoptado formatos presidenciales mucho más parecidos a las monarquías electivas que a las repúblicas asamblearias. Por descontado, la corona británica continua ejerciendo su simbólica preeminencia en Canadá y en Australia, además de en el Reino Unido. En el emergente y complejo mundo musulmán mantienen sus puntos de referencia más actualizadas monarquías como Jordania, Marruecos o Arabia Saudita. Japón continúa con su Emperador y, contradictoriamente, las reliquias supervivientes del totalitarismo comunista, Cuba y Corea del Norte, han degenerado hacia una especie de pintorescas dinastías familiares. No es necesario, por ello, contar exclusivamente con las monarquías parlamentarias del continente europeo, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Suecia y Noruega para contar con muchos más monarcas, de tradición o de hecho, en el paisaje mundial que con los cuatro reyes de la baraja. En consecuencia, a estas gentes, merecedoras de todos los respetos que escriben "Conversaciones sobre la III República" hay que desearles que mejoren de óptica y se busquen unas lentes menos teñidas de rojo si quieren ver el paisaje tal cual es, sin tanta descomposición y crepúsculo. Más les vale que, en vez de conversar sobre la III República, se vayan preparando con estilo futurista para los "Encuentros en la tercera fase" y para la democracia de la Princesa de "La Guerra de las galaxias".
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