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Estados Unidos y Latinoamérica: una hiedra sin centro

En su libro, La Diplomacia, Henry Kissinger, ex Secretario de Estado de 1973 a 1977, explicaba que la política exterior estadounidense fue – y todavía es – la combinación de dos actitudes contradictorias. La primera es que la mejor forma en que los Estados Unidos sirvan a sus valores es perfeccionando la democracia dentro de su país, actuando así como faro para el resto de la humanidad; la segunda, que los valores de su nación le imponen a los Estados Unidos la obligación de expandirlos por todo el mundo. Ambos puntos de vista se convirtieron prácticamente en dos escuelas: la de los Estados Unidos como ejemplo democrático y aquella escuela donde los Estados Unidos son un soldado en campaña que coloca el puntal de la democracia en los lugares donde ésta aún no existe o se encuentra en peligro de desaparición.

Kissinger creía que la historia diplomática estadounidense es, además, una experiencia de articulación entre utopías y acciones de intervención pragmáticas que deben enfrentar con mayor intensidad la diversificación y la multiplicidad compleja del concierto internacional. Frente a este panorama, el problema de la soberanía estatal en América Latina y en otros países del mundo se presenta como un espejo de doble cara: por una parte, aparece la utopía de los Estados libres y con plena autodeterminación, capaces de irradiar internacionalmente el orgullo de una nacionalidad y una identidad irrepetibles. Por otro lado, cualquier país está forzado por la circunstancias a tener una imprescindible vinculación diplomática con los Estados Unidos, el país más poderoso del hemisferio, de quien se espera benevolencia, dádivas comerciales y militares para no atomizarse en un contexto histórico cada vez más internacionalizado y difícil en el cual muchos países pueden fácilmente ser descartados o inclusive agredidos, sin la más mínima contemplación.

Una alternativa: la consulta de la política exterior

La agenda de la política exterior latinoamericana también se encuentra barnizada de una mezcla entre utopías y pragmatismo explícito. La ilusión utópica de mantener una soberanía incólume o tomar una decisión pragmática para someterse a los Estados Unidos, está sujeta al logro de buenos resultados. Este vaivén político sirve para explicar por qué es necesario reconstruir las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, a pesar de tantos conflictos como las relaciones comerciales siempre desiguales en los Tratados del Libre Comercio, o la reproducción del atraso económico y la pobreza, después de haber aplicado religiosamente los términos del Consenso de Washington en la década los años noventa.
Estados Unidos es un actor fundamental en las Américas, gozando de su hegemonía sin otorgar mayores beneficios para América Latina. Por lo tanto, el objetivo de una nueva agenda exterior entre Estados Unidos y América Latina está muy claro: se necesita de dicha potencia para aprovechar futuras ventajas, así como es mejor lograr una buena predisposición en todo el continente para soportar el peso competitivo que viene de India, China y la Unión Europea. En este contexto, América Latina debe revertir el estigma del estancamiento y la identidad de una región que no puede superar la pobreza, tratando de mostrar al mundo que su democracia política es un valor susceptible de convivir con nuevos patrones de crecimiento económico y estabilidad realmente duraderos.
El golpe de Estado en Honduras, la crisis financiera internacional y el retorno de posiciones de izquierda que cuestionan los patrones de desarrollo orientados hacia el mercado y el cumplimiento de las instrucciones de los organismos multilaterales de financiamiento, confirman una vez más la franca imposibilidad de pensar una nueva actitud política exterior ─ y menos formular una política exenta de las directrices provenientes de los Estados Unidos ─ a partir del consenso interno en las sociedades civiles latinoamericanas. Los movimientos indígenas en Bolivia y Perú, la inseguridad ciudadana en las grandes metrópolis como el Distrito Federal de México, Buenos Aires, Rio de Janeiro, los abusos del narcotráfico en Colombia y la gran insatisfacción con los magros resultados del Consenso de Washington en materia de ajuste estructural ligado al mercado internacional, señalan que las influencias de los Estados Unidos en América Latina generaron mayores daños que beneficios.

Los viajes constantes de casi todos los presidentes latinoamericanos hacia Estados Unidos, muestran cómo los asuntos exteriores dependen de las decisiones tomadas por cúpulas partidarias, élites empresariales y el gusto o disgusto de los jefes de Estado. Las sociedades civiles latinoamericanas están totalmente al margen del diseño de la política exterior, pero soportan bajo sus hombros las consecuencias negativas de orden internacional. Toda explosión de conflicto interno, como levantamientos o cuestionamientos a las políticas gubernamentales, constituyen también señales de crítica hacia las decisiones en materia diplomática, sobre todo cuando éstas afectan el desempeño económico, perpetuando la pobreza y el estancamiento.

Reconstruir la agenda exterior entre los Estados Unidos y América Latina, implica la posibilidad de debatir y consultar con la sociedad civil cuál podría ser el curso de los futuros acuerdos en materia de privatizaciones, inversión extranjera directa, lucha contra el narcotráfico y control en los flujos de dinero de la cooperación internacional que, en teoría, buscan combatir a la pobreza.

La idea no es presentar la imagen de buena conducta ante los Estados Unidos, sino una cara democrática donde se fortalecen los valores de participación interna y se los exporta hacia una nueva estructura de equilibrios internacionales. El acercamiento y la confianza entre los Estados Unidos y América Latina requieren de otro enfoque concentrado en el consenso democrático y la consulta para fortalecer la estabilidad interna, como un nuevo prerrequisito de legitimidad internacional.

Compartir previamente con la opinión pública la posibilidad de lograr una estrategia para negociar con los Estados Unidos, en función de proteger varias reformas estatales, las inversiones conseguidas y proyectar una imagen de democracia participativa en los asuntos internacionales, significa superar las viejas estrategias de política exterior, caracterizadas sobre todo por temores, suspicacia, soberbia y el desaire absoluto hacia las sociedades civiles nacionales. Un nuevo acercamiento con los Estados Unidos no implica repetir las consignas sobre el imperialismo. Esto ya no tiene sentido histórico ni es eficaz, sino que ahora se trata de construir una actitud política que deje de desconfiar en la posibilidad de efectivizar el consenso interno con las sociedades civiles, respecto a las principales orientaciones en las relaciones con los Estados Unidos o las potencias de otros continentes.

Conseguir consenso interno para una política exterior soberana y realista, exige la articulación de tres factores. Primero, aceptar la transnacionalización de las sociedades civiles latinoamericanas, donde es vital incorporarse competitivamente a los sistemas de mercado mundiales. Segundo, asumir que en un sistema democrático, todas las decisiones sobre los asuntos externos deben legitimarse, de modo que la política exterior enfrente los mismos procesos de consenso y diálogo que requieren las políticas públicas internas.

En tercer lugar está la continuidad democrática que estamos construyendo, a pesar de difíciles rupturas como las crisis de Honduras, Perú, Bolivia, Cuba y Venezuela, donde deben fortalecerse las instituciones y, por lo tanto, trazarse metas más allá de un período gubernamental. Esto es importante para la política exterior con los Estados Unidos; de aquí que es fundamental encontrar alternativas que hagan de la continuidad en la política exterior una estrategia y no un objeto de escándalo o cálculo estratégico de las élites, cuyo sentido común o ignorancia puede llevarlas al fracaso.

La hiedra sin centro

Si bien América Latina está en la esfera de dominación regional de los Estados Unidos, el contexto internacional es tan complejo que, al mismo tiempo, nos enfrentamos a la fragmentación y la multiplicidad. Por lo tanto, la metáfora de la hiedra es una forma de representar el molde de la multiplicidad y la fragmentación del sistema internacional: la ausencia de original. Los Estados Unidos, aun con su poderío militar y económico, se convierten en una parte y solamente una posibilidad al trepar y deslizarse por la hiedra. Ésta se encuentra en una multiplicación incesante, donde no necesariamente existe un solo centro, sino que la expansión de la hiedra es una especie de semiosis exterior continua e ilimitada. Así crecen muchos elementos no anclados en significados unívocos.

Esto convertiría a las relaciones internacionales en un escenario de maniobras más difíciles y caóticas. El enorme crecimiento de los mercados y la información sobre la realidad, obligaría a la política exterior a dejar de entender las relaciones con los Estados Unidos como el “trayecto único” y definitorio para cualquier decisión, sea en materia de inversiones extranjeras, derechos humanos, protección del medio ambiente, desarrollo sostenible o interdicción y lucha contra el narcotráfico.

En consecuencia, las acciones gubernamentales tienen que “concertar internamente” algunos puntos de la agenda exterior, así como imaginar una manera eficaz para encarar la hiedra; es decir, descubrir otras alternativas además del polo dominador Estadounidense que es un eje poderoso pero que, en el fondo, dejó de constituir el eje central.

Franco Gamboa Rocabado, sociólogo político, miembro de Yale World Fellows Program, [email protected]


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