Hace ahora 35 años, una parte de la derecha española dio un tímido paso hacia la ansiada apertura política de un país todavía sumido en la más negra de las dictaduras. Y lo dio, paradójicamente, de la mano de un achifranquista, Carlos Arias Navarro, designado Primer Ministro del Gobierno de Franco tras el asesinato del Almirante Luis Carrero Blanco por un comando de ETA.
Aquella intentona, conocida como 'el espíritu del 12 de febrero' de 1974, fecha en que Arias Navarro tomó posesión de su cargo, estuvo impulsada desde dentro del propio gobierno por hombres pertenecientes al Movimiento Nacional, como el ministro de la Presidencia Antonio Carro o Gabriel Cisneros y otros reformistas del régimen y pretendía quebrar la resistencia de los sectores más ortodoxos del franquismo opuestos a cualquier cambio político.
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Pero duró poco. Aquél fue un periodo marcado por fuertes tensiones provocadas por los recalcitrantes del régimen que pensaban que podían mantenerse una vez muerto el dictador e identificaban el sistema con sus propios intereses; por una convulsa economía causada por la crisis del petróleo de 1973, que interrumpió un crecimiento de varios años acumulados de desarrollismo; por la disminución las exportaciones; por un fuerte descenso de las inversiones extranjeras en España; por la bajada de los ingresos por turismo y la caída de las remesas de los emigrantes españoles en el extranjero.
Además, pocos días después del anuncio de Arias de su intención de legalizar “asociaciones” reguladas por las Leyes Fundamentales para que participasen “en la vida política nacional”, el “búnker” forzó la jugada y, el 1 de marzo, ejecutó al joven anarquista catalán Salvador Puig Antich, con lo que la credibilidad del régimen, siempre en entredicho, quedó completamente por los suelos.
Tampoco ayudó a las intenciones reformistas la violencia que tuvo que emplear Arias para reprimir las constantes protestas que surgían por las calles de España; ni siquiera la caída la dictadura portuguesa tras la Revolución de los Claveles, en abril de ese año. Su fracaso se constató en octubre, con los ceses de Pío Cabanillas, ministro de Información y Turismo, Antonio Barrera de Irimo, a la sazón ministro de Hacienda y la dimisión de Francisco Fernández-Ordóñez, entonces al frente del INI.
De igual manera que aquellos jóvenes aperturistas aportaron la esperanza de una renovación, la llegada al PP de Rajoy y, sobre todo, los últimos cambios introducidos en la cúpula del partido parecían haber insuflado un nuevo “espíritu” al partido: intervenciones menos estridentes, más prudentes, y claro desafío a los sectores más contestatarios y reacios a dejar de lado los recuerdos de su paso por el poder.
Sin embargo, el desbarajuste interno es cada vez mayor y a la ineficacia como partido de oposición, se suman a diario los escándalos de corrupciones y espionaje. La dirección del PP parece haber perdido el norte y la brújula se ha vuelto loca.
Y es que, quizá, igual que ocurrió entonces con Arias, Mariano Rajoy, debería haber actuado antes, mucho antes, porque, me temo, que la firmeza exhibida estos últimos días llega demasiado tarde y el partido deberá prepararse para reiniciar una larga travesía del desierto que le lleve a recomponer sus mejores armas que le ayuden a conectarse más con la sociedad real.
Rajoy sólo ha sido capaz de levantar unas modestas expectativas. El actual líder del PP, en plena crisis de liderazgo, ya no parece ser el hombre capaz de llevar a buen término una operación que permita a los conservadores librarse de las herencias recibidas, olvidarse del pasado, deshacerse de viejas querencias y unirse alrededor de un director de orquesta que no sea tan dubitativo y aplique las recetas traumáticas necesarias para evitar la división definitiva de un partido cada vez más en vías de descomposición.
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No(
