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Nadie emigra por capricho

Nadie emigra por capricho

Por José Carlos García Fajardo
miércoles 11 de julio de 2018, 10:29h

Los inmigrantes que nos devuelven las visitas que les hicimos los europeos durante quinientos años no nos obligaron a hablar quechua, aymará, guaraní, árabe, swahili o malayo. Les impusimos nuestras lenguas, nuestras costumbres, nuestras creencias, nuestros miedos y nuestra explotación. No nos obligaron desde Canadá a Tierra de Fuego, en toda África y en gran parte de Asia y Australia, a firmar contrato alguno en condiciones de presuntos culpables, de delincuentes en potencia bajo pena de ser devueltos a nuestros países de origen si no encontrábamos trabajo en un año.

Si en los países de origen existieran condiciones de vida justas nadie se arriesgaría a emigrar. Las personas emigran por necesidad, por un puesto de trabajo remunerado con justicia, por unas condiciones de vida dignas para el trabajador y para su familia.

Tanto en México como en Marruecos y en los países subsaharianos hay situaciones económico-sociales manifiestamente mejorables cuando no radicalmente injustas. Para transformar esas realidades deberán aplicarse no sólo los países directamente implicados sino aquellos a los que después se dirigen los inmigrantes. Por eso, la Unión Europea tiene la obligación irrenunciable de implicarse en la resolución del problema de la inmigración y de sus causas. Tanto o más que el desmedido y loco gasto en armamento para defendernos de quienes son nuestros iguales.

En toda Europa tenemos que reconocer que necesitamos a los inmigrantes para sobrevivir y poder mantener nuestras conquistas sociales. Sería imposible mantener nuestro nivel de vida, nuestro desarrollo político y económico sin la ayuda eficaz de esos más de dos millones de inmigrantes que necesitamos cada año, de acuerdo con los informes más solventes de la ONU y otros organismos internacionales.

La curva demográfica en los países de la UE lleva más de una década estancada y no cesa de descender. La razón es obvia: el mayor nivel de vida y el acceso de las mujeres a la educación y a los puestos de trabajo que les corresponden han retrasado en casi diez años la fecha de nacimiento de los hijos. Las mujeres en la Unión Europea tienen uno o dos hijos a partir de los treinta años.

De ahí que las autoridades de la Unión Europea y del resto de países más desarrollados, tienen que actuar como si estuviéramos ante un ataque nuclear de cualquier loco, porque ya estamos en medio de una catástrofe de alcances estremecedores para toda la humanidad y para el planeta mismo. Menos Davos, menos encuentros absurdos y sin resultados realmente eficaces y más poner sobre la mesa o echándonos a las calles proyectos factibles, reales, de acuerdo con las necesidades de esos pueblos a los que hemos saqueado al tiempo que los deslumbrábamos con nuestro falso “El Dorado”. Hay que actuar desde las raíces, con un desarrollo endógeno, sostenible, equilibrado y global.

La Europa fortaleza que algunos defienden es una fantasía peligrosa. Los derechos políticos y sociales de los europeos a vivir según sus ordenamientos jurídicos y económicos chocan con el derecho de los habitantes de esos países a percibir la retribución debida por las materias primas que, en un 70%, Europa extrae de sus tierras. Es urgente reconocer que necesitamos esa fuerza de trabajo inmigrante sin la que no podemos sobrevivir ni mantener la Seguridad Social ni garantizar el cobro de pensiones por una población en proceso de envejecimiento imparable: antes de una década en Europa las personas mayores de 60 años superarán a las menores de 20 años si no lo remedian los inmigrantes con sus hijos y con un mestizaje vital y fecundo.

José Carlos García Fajardo

Profesor Emérito UCM

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