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Aquel caballo montevideano

Aquel caballo montevideano

Por Manuel Suárez Suárez
lunes 28 de noviembre de 2016, 15:39h

El paso del tiempo hace que muchas imágenes se oscurezcan pero hay otras que se vuelven más luminosas a pesar de los años transcurridos. No me acuerdo de subir al “Cabo de Hornos” en el puerto de A Coruña el 7 de noviembre de 1958. En cambio tengo bien nítido que 20 días después, bien agarrado a mi madre, buscaba desde la cubierta del barco la mano de mi padre que saludaba desde el muelle de pasajeros del puerto de Montevideo.

El niño que llegaba lo había pasado mal. Los mareos diarios a bordo le hicieron perder demasiado peso. Antes de pisar tierra uruguaya sintió una alegría que le hizo abrir bien los ojos para admirar los edificios que bordeaban la rambla portuaria. Le llamó la atención ver varias paredes grandes llenas de palabras pintadas sobre fondo blanco. Las letras eran en azul o en rojo. Es una buena señal que haya tantos pizarrones gigantes.

Aún no sabía el nombre del país al que había llegado. En la aldea repetía una y otra vez que iba a Montevideo para encontrarse con el padre. A los 5 años los límites territoriales de un niño emigrante están delimitados por el alcance del calor que desprende el fogón familiar. Sentía que iba a ser muy feliz en aquel lugar de sol y color. Escuchó comentar a los padres que tenía tres meses de verano por delante antes de empezar la escuela.

El apartamento que había alquilado el padre en el barrio de Aires Puros estaba muy bien. Lo mejor era la amplia vereda que le permitía jugar a la sombra de unos árboles que llamaban paraísos. En el edificio vivía un niño de su misma edad. Pasaban horas juntos. Un entretenido juego era hacer pocitos para enterrar los coquitos que caían de los paraísos. En sus primeros días en la capital uruguaya hablaba poco. Tenía que esforzarse para grabar lo que decía Josengo.

En aquel barrio escuchó por vez primera a los diareros y maniceros pero lo que más le gustaban eran los carros de los recolectores de papeles, latas y vidrios. Se acordaba del carro de los abuelos de Tines. Le encantaba ir a buscar hierba al prado de Os Denllos y jugar en un lindo canal de agua que lo regaba. Lo que no alcanzó a comprender el recién llegado fue la prisa de Josengo, cuando al pasar un carro salió embalado gritando: ¡Mamá! ¡Mamá! Manolito dijo cabalo. No sabe decir cabayo.

MANUEL SUÁREZ SUÁREZ

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