Vuelve, ay, la crónica parlamentaria
jueves 10 de octubre de 2013, 20:49h
La crónica parlamentaria es un viejo estilo periodístico, pleno de
tradición y de gracia. Últimamente estaba desabastecido de material,
porque reconozcamos que, en fin, el parlamentarismo de los tiempos más
recientes se compadece poco con el castelarino, e incluso con aquel que,
salido de la transición, congregó a tantos talentos políticos y
periodísticos: ¿cómo olvidar, por ejemplo, a mi amigo Luis Carandell,
maestro del humor ni siquiera ácido, sino algo compasivo con las
debilidades de la España cañí que, quiérase o no, asoma en el verbo de
Sus Señorías? Pero luego fue el letargo, el sinsabor, la atonía de los
culiparlantes -término parlamentario donde los haya: los parlamentarios
que votaban meramente asintiendo levantándose del escaño para decir
'sí', permaneciendo sentados para decir 'no'; esa era toda la habilidad
dialéctica que se les conocía/conoce--.
¿Cómo diablos hacer una
crónica brillante con tan escaso material? Así que los propios plumillas
que frecuentábamos los pasillos del Congreso -e incluso, admírese
usted, del Senado-también fuimos decayendo: nuestras crónicas se
limitaban al 'dijo y 'añadió', sin más gracia ni salero que la que se
echaba de menos en el discurso del orador de turno que salía, como un
mal torero, a lidiar el morlaco desde la tribuna. Ha sido, es, este un
parlamentarismo soso, en el que el atril solamente servía para sostener
las hojas mecanografiadas del diputado que cumplía estrictamente las
órdenes de su jefe de filas (y ay de él si se salía del guión: el que se
mueve no sale en la foto). Así, la crónica parlamentaria fue perdiendo
sabor, color y olor y se convirtió en mera reseña de lo que, carente del
menor interés, se decía.
Ahora yo creo que vuelve no la crónica
parlamentaria, sino la de sucesos: no se glosa la calidad del orador de
turno --se cuentan con los dedos de la mano los buenos, y sobran los
dedos para contar los libres--, sino las cosas que van pasando al margen
de la sesión. Por ejemplo, que se inunden los escaños merced a una
restauración chapucera de la Cámara, o que unas señoritas más bien
demenciadas, con perdón, acudan a desnudarse ante la cámara fija del
canal parlamentario, que no les hace demasiado caso porque es eso:
automático e insensible. El brillo del verbo, que tanto cultivaron los
clásicos desde Atenas y Roma, sigue siendo tan romo, escaso y garbancero
como antes; lo que cambia es la coyuntura y la periferia. Casi estoy
por dar las gracias a esas jóvenes enfurecidas que, creyendo hacer un
favor al feminismo -maaadre mía--, nos enseñan espléndidos torsos
pintarrajeados con lemas que podían, incluso, tener razón en según qué
circunstancias, pero que la pierden con las formas.
Es, entonces,
el momento parlamentario de los cronistas taurinos, de los deportivos,
de los de sucesos, géneros espléndidos en el periodismo de-toda-la-vida.
Pero eso, ay, no es crónica parlamentaria, por mucho que me haya reído
en las últimas horas con las ocurrencias de un par de compañeros
geniales. Y el Parlamento, que es la base de cualquier democracia, está a
punto de convertirse en ruedo de clowns, elefantes y domadores. Eso,
claro, cuando no se inunda. En serio: salvemos al poder legislativo, que
buena falta hace. Y, si es preciso, hasta podemos dar ideas acerca de
cómo hacerlo. De veras: no es tan difícil. Basta con hacer Política,
con mayúscula.