viernes 27 de junio de 2014, 19:16h
"El problema no es la deuda" decía en mi nota
anterior.
¿Cuál es, entonces?
Sin reconocer el problema, no podremos encontrar la solución.
Tal vez sea bueno recordar que la deuda en relación con el
PBI, en realidad, se ha mantenido constante durante décadas, a pesar de sus
oscilaciones circunstanciales.
En tiempos del proceso, con un PBI de 80.000 millones de
dólares, la deuda era de 40.000. En tiempos de Alfonsín, con un PBI de 120.000
millones de dólares, era de aproximadamente 60.000. En tiempos de Menem, con un
PBI de 280.000 millones de dólares, era de 140.000. Ahora, con un PBI de
500.000 millones, es de alrededor de 250.000. Con diferentes gobiernos y visiones
económicas, da la sensación que el 50 % del PBI es un número con el que el país
"se siente cómodo" y que, superado el cual, empiezan los problemas.
Para los gobiernos, la deuda resulta siempre una importante
herramienta de gestión. Esta afirmación puede resultar curiosa. No lo es tanto
si recordamos que para contraerla, alcanza con la decisión del Poder Ejecutivo
que, de esta forma, evita tener que debatir en el Congreso cada obra pública o
gasto para el que le resulta más sencillo obtener financiamiento externo con
alguna de las líneas de los organismos internacionales.
El Congreso -y la prensa, y la opinión pública- entran en el
debate cuando hay que pagarla. Eso ocurre siempre durante la gestión posterior.
Así se hicieron las grandes obras públicas durante el
gobierno de Isabel Perón y el proceso -los puentes internacionales al Uruguay,
el complejo Brazo Largo, Atucha I y II-, se renovó el equipamiento militar que
luego se perdió en Malvinas, así se hicieron las grandes obras hidroeléctricas
de Salto Grande y Yacyretá e incluso así comenzaron a implementarse los planes
sociales, en tiempos de Duhalde. Sin endeudamiento, los gobiernos hubieran
tenido su gestión bastante más problemática.
Claro que este mecanismo es un dislate institucional, que
bordea -e inutiliza- el mecanismo de relojería establecido en la Constitución
para darle forma al sistema "representativo, republicano y federal".
El "pueblo" representado en Diputados ya no es más el que decide los
impuestos ni asigna los gastos, y el Senado pierde su función de Cámara Federal
que representa a las provincias. Sólo les queda pagar las deudas, que contrae
el Ejecutivo. Y rezongar por tener que hacerlo.
Aquí llegamos al primer problema a resolver: funcionar con
institucionalidad. El endeudamiento no es responsabilidad exclusiva de quien
presta, sino de quien pide prestado con la convicción de que no será él a quien
le toque pagar. Volver a la institucionalidad requerirá el máximo de
profesionalidad en el escenario político, porque a los tradicionales cabildeos
con los ministros para conseguir alguna obra, deberá agregársele su
justificación que resista un debate transparente en la opinión pública.
La opinión pública, de esta forma, podrá evaluar no sólo la
necesidad del gasto que genera el endeudamiento, sino compararlo con la carga
futura a las finanzas públicas, que se pagará con impuestos.
La deuda puede ser externa o interna. Con el exterior la
relación es más clara y las alternativas no son muchas: hay que pagar. Cierto
que puede existir alguna vez un "default" negociado, pero se trata de
un mecanismo al que no es posible recurrir de manera corriente. Deteriora el
prestigio del país, sube la tasa de interés por el aumento de la desconfianza y
trae complicaciones que enrarecen la economía dificultando la inversión, llave
del crecimiento. Lo estamos viendo ahora mismo, cuando una deuda ínfima en
relación al total nos coloca al borde de un nuevo default.
La deuda interna puede "disimularse" más, pero
está lejos de ser impune. Su repercusión es más diluida, pero por eso mismo se
hace más difícil su tratamiento, al
impregnar de desconfianza todo el funcionamiento económico.
Aquí no se contraen deudas documentadas que se consideren
seriamente -a nadie se le ocurriría pensar que el Estado pagará alguna vez sus
documentos con el Banco Central, o con la ANSES- pero eso no significa que no
habrá consecuencias.
Claro que, al igual que el endeudamiento externo, quien
deberá afrontarlas serán gobiernos -o generaciones- posteriores. El vaciamiento
de los ahorros previsionales forzará a reducir los haberes de retiro del
futuro, o a recargar con impuestos mayores a la economía. O ambas cosas.
El vaciamiento de las reservas del BCRA debilitará la moneda
y alimentará la inflación. La emisión sin respaldo -deuda nominalmente
contraída por el gobierno con el BCRA sin voluntad de devolución- provocará,
por último, la disolución del poder de compra de la moneda nacional afectando a
toda la sociedad, aunque lo sufrirán más los ingresos fijos.
Una incorrecta evaluación de algunos dirigentes sostiene que
el endeudamiento interno es "mejor" porque "no nos hace depender
de jueces extranjeros". El curioso cinismo de esta afirmación no es
advertido por el debate nacional. Implica que se contrae una deuda pensando
desde el comienzo en no pagarla y judicializarla. No sólo eso, sino también en
que la justicia argentina será más permeable y tolerante con el incumplimiento.
El segundo problema a resolver es, entonces, el mismo que el
primero: respetar el estado de derecho, que implica cumplir con la ley, con las
obligaciones y con los derechos de las personas.
Queda uno tercero: ¿es posible pagar la deuda? Ante este
interrogante hay muchas miradas.
Con una economía en crecimiento, la deuda no sólo es pagable
sino que no sería un condicionante demasiado grave para el buen
desenvolvimiento del país. Pero con economía estancada, la situación puede
complicarse mucho porque puede devenir en un círculo vicioso con tensiones sociales
fuertes.
Este tercer punto se desplaza entonces al interrogante sobre
el crecimiento. Y se llega al condicional.
"Si" Argentina decidiera renovar su pacto
constituyente, respetar sus instituciones, desterrar los "estados de
excepción" o "de emergencia", darle vigencia real a su
federalismo, ser escrupulosa en la independencia judicial, y de esta forma
garantizar legalmente la propiedad inversora olvidando para siempre la
discrecionalidad de los funcionarios, su potencial es gigantesco.
Cabe reflexionar tan sólo en la gigantesca masa de recursos
que se mantiene fuera del circuito económico por la desconfianza de sus dueños.
Los cálculos existentes estiman en Doscientos mil millones de dólares de
argentinos que no se atreven a llevarlos a los Bancos ni a comenzar un
emprendimiento productivo, por temor al "manotazo" discrecional o
arbitrario del poder, bordeando las garantías constitucionales y sin una
justicia independiente en la que confiar.
Hay todo por hacer. Ha quedado retrasada la infraestructura,
la energía, las comunicaciones, los trenes, las rutas, la modernización del
aparato industrial, los servicios. Los espacios de inversión están en
condiciones de generar fuertes atractivos hacia adentro y hacia afuera, apenas
las condiciones lo permitan. Y la capacidad emprendedora de los argentinos es
destacable, apenas se la libere del diabólico cepo fiscal -mezcla de la
Inquisición y la Gestapo- ensañado con los sectores medios más dinámicos.
Abriéndose espacios de inversión privados -en el marco del
estado de derecho y de leyes claras sancionadas por el Congreso- podrán
dedicarse los esfuerzos del Estado hacia sus responsabilidades inexcusables:
inclusión social, seguridad, educación, salud, vivienda.
Manteniendo al día o controlados los servicios de la deuda,
el país puede reiniciar su marcha. Sólo hace falta querer hacerlo, decidirse a
ello. Un nuevo comportamiento político, sin deditos levantados y con grandes
acuerdos institucionales, económicos, sociales, y éticos. No es imposible, aunque
habría que estar dispuestos -todos- a escuchar, y no sólo a hablar o
"exigir" y mantener abierto el entendimiento y frescas las neuronas
en mundo dinámico y plural.
¿Lo lograremos? El futuro está abierto. Es posible ser
optimistas, pero también pesimistas. Los sucesivos ensayos de las últimas ocho
décadas -en que perdimos el rumbo- muestran demasiados apegos a la
confrontación, la esclerosis intelectual, la intolerancia y la indiferencia
ante la ley. Es, en todo caso, una elección colectiva.
Lo que de cualquier manera queda claro es que la deuda no es
el problema. Somos los argentinos.
Ricardo Lafferriere