lunes 09 de diciembre de 2013, 16:04h
No piensa quien esto escribe que el
mercado sea Dios. Mucho menos cree que Dios sea el gobierno.
Uno y otro son los espacios de
la economía y de la política. Ambos son necesarios. El primero, para crear
riqueza, distribuirla, consumirla. El segundo, para establecer las reglas que
deben regir la vida en común, incluyendo las normas económicas.
Ambos -mercado y Estado- son
abstracciones epistemológicas. No tienen vigencia tangible, no se pueden
"tocar". Pero a nadie se les ocurriría negar su existencia. En realidad, uno y
otro son expresiones de la conducta de los seres humanos viviendo en sociedad.
Hay un tercer actor: las
corporaciones, compuestas también de personas. Hay un punto -de dominio de
mercado, de dimensión en la concentración de capitales, de capacidad de
influencia en la sociedad- en que las personas que se agrupan en "empresas"
dejan de priorizar su servicio a los demás produciendo bienes y servicios, y
priorizan la maximización de su rentabilidad, o actúan según el más simple
reflejo de conservar lo que tienen, a cualquier precio. Y contagian con esa
actitud no sólo al gobierno, sino a los propios ciudadanos.
Puede ocurrir que esas
corporaciones incidan de tal forma en el Estado, que sus intereses tengan más
importancia que los de las personas. Convertidas en actores políticos, suelen
expresarse en lo que se ha dado en llamar "neoliberalismo" -caprichosamente,
porque también podría denominarse "neo-estatismo"-. Tiene tanta -o tan poca-
relación con el liberalismo como con el intervencionismo estatal, y suelen
cambiar su "relato" según la conveniencia circunstancial.
La introducción viene a cuento
de la liquidación de reservas internacionales que viene haciendo el gobierno en
las últimas semanas. El fenómeno se vio al fin de la "tablita" de Martínez de
Hoz, luego durante la guerra de Malvinas y por último al fin de la
convertibilidad. Con argumentos económicos, seudointelectuales y políticos,
convencen a las autoridades públicas que entregándole las reservas en moneda
dura se pondrá piso al caos económico y comenzará la recuperación.
El gobierno cayó en esa trampa.
El país ha asumido un ritmo de liquidación de reservas insostenible, no ya en
meses sino en semanas. La tozudez esclerótica en no elaborar un plan integral y
coherente de superación de la crisis desató el temor corporativo, el retiro de
reservas, la emisión monetaria, la inflación y por último la desesperación de
quienes viven de su sueldo, entre los que están los funcionarios de moda en
estos días, los policías.
Lo inexplicable, en todo caso,
es que las repetidas experiencias no hayan dejado enseñanzas y que el Estado
recaiga en el mismo error.
Cuando la caja se haya vaciado
habrá que comenzar de nuevo y en ese momento la capacidad negociadora de los
grandes detentadores del capital será más grande. Habrá entonces que lidiar con
los demonios de siempre con los que suele amenazarse -estancamiento, pobreza,
necesidad de inversión, deuda- pero desde una posición sustancialmente más
debilitada.
Lo menos que podría pedirse a
un gobierno que ha destrozado todo lo que ha tocado -convivencia en paz,
ferrocarriles, energía, educación, defensa, seguridad, justicia, integración
regional, mercados, relaciones con el mundo, etc. etc.- no es que aprenda a
gobernar, que a esta altura sería una misión imposible.
Sólo que sepa "dónde está el
arco", y que en los últimos minutos del partido no nos siga llenando la canasta
de goles en contra.
El gobierno que se decidió a
ignorar las normas renuncia también a tomar las riendas. Después de renegar del
marco normativo durante años, se resiste a responsabilizarse de las
consecuencias.
La sociedad quedó, entonces,
muy cerca de la anarquía. En la economía, y en la convivencia. No pueden seguir
sin hacerse cargo, como si su única obligación como gobierno fuera tener a mano
un responsable ajeno para cada dislate.
Endurecerse con los de abajo
-entre los que están los policías-, mientras se rifan diariamente miles de
millones de dólares con los de arriba, no parece una estrategia inteligente. Ni
justa. Mucho menos tratar de utilizar la crisis con fines políticos
despreciables, en lugar de apostar a la reconstrucción de la unidad nacional y
la convivencia.
Tal vez en lugar de inventar
un nuevo "golpe" de los tantos invocados estos años, debiera aflojar para
recuperar el control, y estar en condiciones de fijar luego una orientación
sensata.
El país está al borde de
desbocarse. Si el gobierno equivoca el diagnóstico -como parece que está
haciendo-, si erra en el rival, confunde el ritmo o luego no acierta en la orientación
superadora, estaremos en problemas graves.
Ricardo
Lafferriere