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El modelo de los saqueos

Por Ricardo Lafferriere
domingo 23 de diciembre de 2012, 22:48h
El ideal kirchnerista de una sociedad sin represión es loable Sin embargo, el peligro es olvidar que se trata de una meta a alcanzar, no un punto de partida. Se llegará a él como consecuencia del éxito educativo. Y este éxito será, a su vez, la consecuencia de una acción persistente, lúcida, y con frutos en el largo plazo.

 

La convivencia organizada es resultado del juego de dos componentes fundamentales en la organización de una sociedad: la educación y la coerción. Cuanto más exista la primera, menos necesaria es la segunda.

 

La Argentina había alcanzado y estabilizado durante casi todo el siglo XX la ecuación "más educación - menos coerción" como resultado exitoso de un compartido modelo tácito de país. Lo iniciaron los conservadores que diseñaron la escuela pública a fines del siglo XIX, lo continuaron los radicales que impulsaron su desarrollo en las primeras décadas del siglo XX y luego los peronistas que, aún con cuestionables deformaciones en los contenidos, la expandieron significativamente a mediados del mismo siglo. Esa ecuación sufrió en las últimas décadas un enorme retroceso de su componente educativo.

 

La observación de los saqueos de estos días nos muestra a jóvenes entre adolescentes y los veinticinco años. De los integrantes de ese grupo etario, el cincuenta por ciento no estudia, no trabaja, y no tiene horizontes de vida. Han nacido y crecido en la última década del siglo pasado y la primera de este siglo.

 

Son el resultado de la educación -o la falta de ella- recibida durante las dos versiones del peronismo-gobierno, la primera que desmanteló y desarticuló la educación pública transfiriendo las escuelas a las provincias sin los recursos necesarios y dinamitando su unidad curricular, y la segunda que culminó la tarea vaciando de valores los contenidos educativos y dejando al sistema sin objetivos. Desde 2003 hasta ahora, la escuela pública ha perdido un promedio de 24.000 alumnos por año a pesar del aumento poblacional.

 

Una sociedad sofisticada, con un pueblo educado, habría hecho casi innecesario el componente represivo, limitado a casos puntuales de delitos que expresan disfunciones realmente excepcionales. En el otro extremo, una sociedad primitiva, sin educación, requerirá de ese componente represivo como la única forma de contener los instintos vitales primarios -comida, alimentación, reproducción, riqueza-.

 

La educación hace posible el juicio de valor de los propios actos, abre el camino a la realización personal, permite imaginar horizontes para perseguir, y brinda las herramientas para hacerlo. Incentiva, por último, la tendencia a la equidad.

 

La coerción no es igual en todas partes. Puede ser impuesta por una sociedad totalitaria o un gobierno crudamente represivo, o puede apoyarse en leyes penales debatidas públicamente, sancionadas por el Congreso que representa la sociedad y aplicadas por la justicia independiente en un estado de derecho.

 

No es posible la convivencia organizada en una sociedad sin educación ni coerción. Por supuesto que es preferible lo primero, con políticas públicas coherentes y adecuadas; pero si ellas no se dan, la coerción terminará siendo vista como la única solución ante la violencia desatada. La experiencia de 1976, con la mayoría de los argentinos recibiendo con alivio al "proceso" ante la violencia desatada por los grupos peronistas enfrentados que llenaban de sangre las calles es una experiencia para no olvidar.

 

Económica y socialmente, además, en la última década del siglo XX se alteró estructuralmente el índice de desempleo, llevándolo del tradicional 4/5 % al piso del 20 %. Desde fines de los 90 fue necesaria la implantación de "planes" que, aunque imprescindibles para establecer un piso de sobrevivencia, desjerarquizaron el valor del trabajo y terminaron generando un tejido clientelar - rentístico que significó una deformación también estructural del debate democrático y la participación política.

 

La "reducción del desempleo" de la primer década del siglo XXI tiene un componente fundamental en esta red de planes sociales, sin ampliar el trabajo productivo ni mejorar el adiestramiento de los ciudadanos para una economía dinámica y competitiva. No es igual un "empleado" de la economía productiva, que un "no desempleado" porque recibe algún plan de ayuda social, aunque la estadística los presente iguales.

 

El retroceso educativo de la sociedad no es una ocurrencia opositora. Lo evidencia cualquier indicador que adoptemos para medirlo, desde la captación y repitencia hasta la retención, y se hace patético cuando se evalúan imparcialmente los niveles con los que egresan los jóvenes de la primaria y la secundaria. Las pruebas internacionales de calidad educativa muestran a nuestros jóvenes superados ya por los de Cuba, Uruguay, Chile, Brasil, Paraguay y varios países centroamericanos.

 

Estos cambios alteraron el equilibrio social e hicieron que la convivencia en paz dejara de ser un valor compartido, para apoyarse en la capacidad de mantener financiado el entramado de planes.

 

Otro retroceso, el institucional, agrega dramatismo al cuadro. Ante la desarticulación del estado de derecho, la tendencia a la represión sin normas está a la vuelta de la esquina. Estamos en el límite mismo  de una sociedad estable, sólo protegidos por la autoconciencia de los argentinos, sin poder contar con la acción eficaz -ni educativa, ni represiva- de un gobierno prudente y respetuoso de la ley.

 

En la primer década del siglo XXI, un nuevo protagonista se incorpora al cuadro: el narcotráfico imbricado en complicidades políticas, policiales, judiciales y empresariales, sostenidas por el peronismo versión kirchnerista. La consecuencia inexorable de la combinación de estos elementos es el crecimiento estructural de la inseguridad y de la tensión social, a veces latentes, a veces desatadas, pero siempre presentes.

 

La ficción de que todo anda bien se mantuvo mientras pudo ocultarse tras una prosperidad ficticia, apoyada en saqueos periódicos  de riquezas ajenas (y no precisamente en los supermercados) y en la liquidación del capital histórico del país. Cuando éstos se acabaron y no hay más recursos fáciles para arrebatar, las heridas sociales quedan a flor de piel y prontas a sangrar, alimentadas por los ejemplos depredadores de las propias autoridades políticas.

 

Cualquier razonamiento elemental no puede dejar de considerar justificado avanzar sobre lo ajeno si observa al gobierno apropiarse de empresas, de fondos privados y hasta de bienes inmuebles -como lo ha hecho con el predio de la Sociedad Rural- o a los funcionarios adueñarse a precio vil de bienes públicos, como los ya famosos terrenos fiscales de Calafate entregados por centavos al patrimonio de la pareja que conformaron los dos últimos presidentes, cuyo conocimiento no está limitado a cenáculos áulicos sino que son del dominio público, porque en la sociedad hiperconectada que vivimos no hay secretos.

 

Lo demás viene solo, como un dominó. Si está preparado el terreno, cualquier chispa lo enciende. Y la reacción del oficialismo -siempre la misma- de intentar fabricar responsables políticos o demonizar a la pobreza desbordada en lugar de hacerse cargo de los problemas en forma concreta, rectificando su rumbo con humildad, nos ubica en la última etapa del drama, con final abierto porque difícilmente las cosas se arreglen por su propia dinámica en el escenario económico, tal como es previsible a fines del 2012.

 

La conclusión es, una vez más, la misma: la urgencia de un gran diálogo nacional, alejado del ideologismo -a esta altura, infantil- en condiciones de servir de relevo en el momento oportuno produciendo no sólo un cambio de gobierno, sino de época.

 

La alternativa...tal vez mejor ni pensarlo.

 

Ricardo Lafferriere
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