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Malones, dislates y explosiones

Malones, dislates y explosiones

Por Ricardo Lafferriere
sábado 04 de agosto de 2012, 18:37h
Hace un par de semanas, ocurrió en pleno centro de Rosario. Hace unos días, en Martínez. En ambos casos, con similares características.

 
Un grupo de más de un centenar de jóvenes fuera de sí, armados de armas -de fuego, y blancas-, lanzando alaridos que recuerdan a los episodios bélicos de la antigüedad reproducidos en las películas, o -para convocar una mirada más "nuestra", a los malones del siglo XIX-, se lanzan a aterrorizar y robar lo que pueden y encuentran a su paso, especialmente a los más débiles.

 
Mujeres con niños, abuelos con nietos, parejas de ancianos, familias de paseo, jóvenes estudiantes, son las víctimas que caen arrasadas por el terror y la impotencia. Las pocas fuerzas de seguridad cercanas son rápidamente sobrepasadas, y en ocasiones convertidas en víctimas de la horda, algunos de cuyos participantes hasta lograron apropiarse de armas de los pocos hombres de uniforme.

 
Obviamente, no hay detenidos, y si los hay son muy pocos. Si los hubiera, poco importaría: la capacidad represiva del Estado ha sido diluida sistemáticamente. La indignante declaración del Senador Aníbal Fernández justificando la salida de condenados por homicidio en "políticas de reinserción" indica a todos -a los ciudadanos, pero también a las fuerzas de seguridad- la indiferencia con que se observa el problema desde el poder.

 
El caso de Eduardo Vázquez, condenado hace apenas cuarenta y cinco días a dieciocho años de prisión por haber encendido fuego a su esposa Wanda Tadei, matándola, es paradigmático. Destaco que omito en esta consideración la valoración personal, porque hay una sentencia firme que no discute nadie. Y reitero: un señor mata a su mujer prendiéndole fuego. Es detenido y condenado a dieciocho años de prisión. Y a los cuarenta y cinco días de dictarse la sentencia, la opinión pública se entera que sale periódicamente de prisión porque pertenece a un grupo de choque de la agrupación oficialista "La Cámpora", denominado "Vatayón Militante", cuyo objetivo es reclutar delincuentes en las cárceles, facilitar su salida y lograr por su intermedio el reclutamiento de otros adherentes. Sobre este caso en particular se formuló la declaración del ex Jefe de Gabinete: una "reinserción" con salidas autorizadas a un reciente condenado por homicidio cuando aún le restan 18 años de prisión.

 
Esta realidad es demasiado dramática para subsumirla en el debate académico sobre las "culpas sociales". Las culpas no son de "la sociedad". En todo caso, se concentran en quienes tienen capacidad de decisión para combatir las mafias del narcotráfico y en lugar de hacerlo, se asocian a ellas. Y en los que tienen capacidad de decisión para desarrollar un sistema educativo inclusivo, adecuado a los tiempos que corren, y se desentienden. Y en los que tienen capacidad de decisión para poner en marcha sistemas de seguridad ciudadana, y no lo hacen. Las culpas, en síntesis, se concentran en quienes ejercen el poder, no en quienes lo sufren.

 
Este ciclo político lleva ya una década. Ha consumido su derecho -si alguna vez lo tuvo- de culpar al pasado de los problemas que ocurren. Porque, además, los problemas se han incrementado, no se han reducido. Desde el 2000 hasta hoy, ha aumentado la inseguridad cualquiera sea el índice que se analice (asesinatos, violaciones, robos o hurtos). Ha aumentado la corrupción estatal a niveles alucinantes.

 
Ha crecido la miseria hasta umbrales desconocidos. Nuestros compatriotas, comenzando por los más pobres y desguarnecidos, los que viven en las villas sin urbanizar, son rehenes de mafias, caudillejos y punteros corruptos en una cantidad insospechada, exponencialmente mayor a hace una década. La cantidad de personas viviendo en la calle y durmiendo en los zaguanes se ha incrementado hasta un nivel que no necesita INDEC que lo mida, porque lo vemos en cualquier ciudad del país.

La violencia, de causas complejas, altera todas las pautas de convivencia, ya afectadas por la desigualdad social y la ausencia de vigencia de las normas. No hay ni un solo ejemplo en la historia humana de una sociedad que haya progresado sin establecer un marco normativo sobre el que construya su prosperidad y mejoramiento. La constante violación de las leyes por parte del poder, su reiteración de apoyo a la "transgresión", su marginamiento de la Constitución y su identificación de la aplicación de la ley con la "represión" y a las reglas de juego estables con un disvalor, deja a las personas de bien, los que trabajan, invierten, producen, estudian, enseñan, investigan, crean, comercian, cuidan a los suyos y ayudan a otros en una categoría secundaria, rayana en la condición de tonto.

 
Tanto los datos de la realidad como el aislamiento del poder de esa misma realidad son signos de un cambio de tiempos, cuyo signo es una incógnita. Varias veces hemos sostenido que la gran fortaleza del gobierno es la ausencia de una alternativa opositora, vaciada de vocación de poder por razones que también hemos analizado y no corresponden a este análisis.

 
Esa fortaleza, sin embargo, tiene límites, dados por la desesperación de la sociedad ante su disgregación. Sería muy triste que, en los albores del siglo XXI, un país que fue señero en la recuperación de su democracia y en la reconstrucción de su convivencia retroceda definitivamente a la ley de la selva.

 
La gente tolera los dislates kirchneristas, las payasadas por cadena nacional, los papelones internacionales, las arbitrariedades tragicómicas de algún Secretario de Estado o del BCRA y hasta las vergonzosas disputas internas del régimen no porque les gusten, sino porque no ven enfrente nada en condiciones de hacerse cargo.

 
Pero, cuidado: esa misma gente, puesta en el borde del abismo al que se está acercando, puede explotar, aunque no se sepa muy bien cómo terminará el estallido. No será la primera vez que ocurre. Pero ante el grado de descomposición a que nos está llevando el oficialismo, puede llegar a ser la más grave.

 
Ricardo Lafferriere
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