El puente de
Triana de Sevilla, es el nombre con el que popularmente se conoce al puente de
Isabel II, que une los dos frentes urbanos que mantienen el Arenal y Triana
sobre el río Guadalquivir. Cuentan los sevillanos que si el viajero no cruza
este puente es que no ha estado en Sevilla. Porque en Sevilla, como sucede en
casi toda Andalucía, el valor fundamental es la existencia humana. Pero no como
una realidad aislada e inconexa, sino como una presencia activa y vital, como
un ansia de alegría y de poesía.
Cuando llegas a
Sevilla, la primera sensación que percibes, es como una oleada inmensa de
aromas que nos embarga los sentidos: jazmines. En ningún sitio se siente uno
tan seducido, tan absorbido por una ciudad, como aquí; Sevilla arroja sobre ti
el velo de oro de lo sensible. También lo ardiente, violento y fuerte: el
flamenco, canto y baile, las corridas de toros que nacieron del culto antiguo
al dios toro y leyendas como la de Carmen y la de don Juan Tenorio.
Desde lo alto de
la Giralda, la ciudad con sus campanarios, sus relucientes cúpulas azules y
verdosas y con sus alamedas, se divisa Triana y su puente. La orilla mística
que guarda celosamente la imagen de Nuestra Señora de la Esperanza y el
Cachorro, como llaman aquí al Cristo de la Expiración. Diríase que todo en esta
ciudad se mueve ardorosamente entre el gozo y la tragedia.
El puente de
Triana guarda el pasado y el presente de los sevillanos, tendido sobre el
Guadalquivir, testigo de la vida de propios y ajenos en perpetuo movimiento y,
más recientemente, de historias de amoríos sobre candados colgados en sus
barandillas. Sobre todas las luces de la noche de Triana se alza refulgente el
Guadalquivir.... La Torre del Oro brilla entre las luces del Paseo de Colón como
un cofre de hermosura. En algún jardín se oye cantar y bailar flamenco, para
atracción de los turistas que llenan sus calles al anochecer.
Desde el puente
de Triana se distingue la Maestranza, la famosa Plaza de Toros de fina arena
dorada, por donde han desfilado las más grandes figuras del toreo, a un lado un
minúsculo jardín acoge la estatua de Curro Romero y, un poco más allá el
Hospital de la Caridad. Este edificio ahora reformado, fue antaño refugio de
ancianos y gentes sin recursos. Incluso guarda una leyenda y un mito: aquí vino
a acogerse don Juan Tenorio, desilusionado, vacío y humillado, tras sus
diabólicas aventuras buscando cobijo en esta hermandad que desde antiguo se
dedicaba a enterrar a los muertos que se hallaban insepultos. Precisamente, en
el jardín que hay enfrente se alza su blanca estatua. La leyenda y la verdad se
mezclan y confunden en el seno de la noche.
Precisamente la
noche Sevillana tiene un encanto difícil de describir. Desde Triana a la
Macarena, desde allí, al barrio de Santa Cruz y su Plaza de doña Elvira, con
sus calles salpicadas de casitas y balcones de poesía, plazas recoletas y
solitarias de las Cruces, sumergidas en silencio bajo enramadas de jazmines,
naranjos y murmullos de agua oculta. Calles de la judería, recorridas con el
corazón absorto y arrebatado.
Pero volvamos a
Triana, la cuna del flamenco según los entendidos. Porque desde esta parte del
río se divisa mejor la magnitud de Sevilla y es que Triana no ha cambiado en
años, en siglos. Sus gentes, las de la Cava de los Gitanos y los de la Cava de
los Civiles, todos trianeros, permanecen fieles a la vida de barrio, a las
costumbres: Arte, Betis, Cante. Existen y viven y sufren y se divierten en
derredor a este río maravilloso en una conciudadanía espiritual que cruza el
Puente de Triana.
Ismael Álvarez de Toledo
Escritor y periodista
http://www.ismaelalvarezdetoledo.com