Ricardo Lafferriere | Domingo 09 de noviembre de 2014
Como ocurre con los acontecimientos que marcan la historia
de quienes viven cuando se producen -el asesinato de Kennedy, la llegada a la
Luna, el atentado a las Torres Gemelas-, la caída del muro que dividía a Berlín
-y a Alemania, y al planeta- en dos mitades enfrentadas quedará en la memoria
de todos quienes se sorprendieron aquel día de noviembre de 1989 con la
insólita noticia que, a partir de ese momento, el mundo sería otro.
La Guerra Fría marcaba entonces el ritmo de todo el planeta,
aún de quienes vivían alejados de la frontera que separaba esas mitades. Un
escenario en el que los seres humanos tenían desde su nacimiento horizontes de
vida tan disímiles -cualquiera fuera su situación social o su nacionalidad- que
más bien parecían pertenecer a dos planetas distintos.
Pero el planeta es uno. También lo es la sociedad humana.
Marx diría que las contradicciones suponen siempre "la unidad de los
contrarios". No puede haber conflictos entre realidades que pertenecen a
sistemas sin contacto. Los conflictos, las contradicciones, se presentan dentro
de un sistema cerrado. Eso es el planeta tierra y los acontecimientos de 1989
lo recordaron con la simplicidad de lo evidente, pasando por encima de
sofistificaciones ideológicas, divisiones artificiales y negaciones
voluntaristas.
La pretensión de dividir en dos la historia fue
sencillamente aplastada por millones personas recordando una vez más la unidad
esencial de la humanidad. Las interpretaciones ideológicas, los chauvinismos
nacionales y la impostación de las pertenencias de "clase", dejaron
de ser el motor de los cambios. Una vocación que surgió del fondo de la
condición humana encontró en soledad, ante la primer grieta de debilidad del
"poder", su cauce natural. Y las dos mitades se juntaron para seguir
la historia en conjunto.
A partir de esos momentos, la historia fue otra, los
problemas variaron y la agenda se aceleró. Los temas ambientales, la
profundización de la conciencia sobre los derechos de los diferentes, el
desmantelamiento de los marcos represivos, la construcción progresiva de una
justicia universal, el protagonismo y los derechos de las personas comunes, se
pusieron frente a los proyectos de industrialización a cualquier precio, la
justificación cultural -y legal- del trato discriminatorio, el atajo de la
"soberanía nacional" para justificar dictaduras, crímenes y
latrocinios, y la pertenencia a colectivos burocratizados y en ocasiones
corruptos -políticos, sindicales, ideológicos- para tener derechos que debieran
ser inalienables, en cuanto inherentes a la condición humana.
Pero además, se expandió la conciencia de la igualdad
universal. Nunca más la raza, la nacionalidad, la religión o la ideología
marcarían una supremacía natural. El camino iniciado dos siglos antes, en
tiempos de la Ilustración, se expandió para abrir las puertas a un nuevo
estadio de la convivencia planetaria.
Curiosamente, el hecho recordado no fue el resultado de
acciones de las poderosas estructuras políticas y militares que tenían al mundo
en vilo. Fueron hombres y mujeres comunes, llegando por sus fueros.
Un nuevo programa, tan natural como el que llevó a derrumbar
el muro, se fue haciendo carne en las personas de todo el mundo, desatando
procesos que -progresivos o conmocionantes- fueron cambiando la faz del
planeta, fundamentalmente en la relación entre el poder y los ciudadanos. Sólo
pequeños islotes de "países-museo" y esclerosados "relatos"
agotados testimonian hoy lo que significaba vivir en aquellos tiempos.
Ese proceso no está terminado y su marcha es diacrónica,
pero pocos dudarían en afirmar que el mundo en el que vivimos es más justo, más
equitativo, más libre y con horizontes más amplios que el que vivimos durante
el siglo XX.
Los problemas de la nueva agenda son enormes. Brotes de
violencia e intolerancia conjugados con la capacidad destructiva de los avances
tecnológicos implican nuevos desafíos. El desborde especulativo del capital
simbólico hipertrofiado demanda una acción colectiva para reubicar a la riqueza
como factor de bienestar para las mayorías.
El deterioro de la biodiversidad, el peligro del cambio
climático, el calentamiento global y la reconversión energética hacia fuentes
primarias renovables son urgencias que convocan a una acción colectiva,
compleja por la íntima imbricación de todos los campos de la existencia humana
y por la fragmentación política desde la que se parte. La propia reformulación
del poder deja espacios débiles o vacíos de normativas aprovechados para nuevas
formas de delincuencia "glo-cal" que se ramifican por el planeta.
Pero son temas sobre los que hoy podemos imaginar un
tratamiento conjunto de toda la humanidad, lo que hubiera sido impensable hace
apenas tres décadas.
Ese simple día de noviembre de 1989 fue, tal vez más que el
descenso de Neil Armstrong en la Luna, un gran paso para la humanidad.
El primero despertó la conciencia de la potencialidad
exponencial de los humanos para desafíos sublimes. Pero el segundo nos hizo
tomar conciencia que los problemas que debemos enfrentar no son invencibles si
nos concentramos en su superación y unimos esfuerzos para mejorar nuestra
convivencia.
Ricardo Lafferriere
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