Florencia Saintout | Miércoles 10 de julio de 2013
El juzgamiento y castigo de los asesinos de Daniel Migone
pone en acto una lucha que lleva muchos años y abre una esperanza democrática
en la práctica de la justicia, aún a pesar de algunos sectores corporativos que
rehuyen a la democratización.
Después de casi ocho años de lucha contra la aún vigente
maldita policía, el viernes fue un hermoso día de justicia. Defendidos por los
abogados de la
Asociación Miguel Bru, los familiares de Daniel Migone
escucharon la sentencia: "prisión perpetua por torturas seguidas de muerte a
los policías Luis Diaz Zapata, Daniel Espósito y Carlos Tolosa". Los tres
policías, comprobados asesinos de Daniel Migone.
Hay dos reflexiones que resultan medulares. Por un lado, la
persistencia de prácticas ilegales y sanguinarias de violencia institucional a
treinta años de democracia. Esto no puede seguir pasando inadvertido. Los
crímenes ejercidos por las fuerzas de seguridad son el abuso de poder más
intolerable, se inscriben en la peor historia de nuestro país. En este caso,
además, se hace todavía más escandaloso cuando pensamos que el asesinato de
Migone se produjo en la misma comisaría en la que se había atormentado y luego
asesinado al joven Miguel Bru en 1993.
No podemos dejar de pensar en el horror de lo que se ha
juzgado. En sus dimensiones. En que en la misma unidad nueve en la que habían
asesinado a Miguel (luego incluso de la condena a sus asesinos) se haya vuelto
a asesinar. Nos golpean todo el tiempo las dimensiones de una cultura de la
tortura y de la muerte en la institución policial que necesitamos erradicar
definitivamente. Eso se puede hacer solo desde el Estado; si el Estado toma el
tema en sus manos con una perspectiva de Derechos Humanos, con una justicia
dispuesta a avanzar sobre estos crímenes, una justicia a la altura de las
circunstancias.
Por otro lado, como contracara de esa vergüenza corporativa
y antidemocrática que representa hoy en día el poder judicial, se encuentra la
inclaudicable presencia de los organismos de Derechos Humanos. Resulta
necesario remarcar esta presencia, ya que sin su acción militante sostenida no
es posible pensar en justicia en Argentina. Por ello, ante las acciones de la
corporación judicial que se esfuerzan por cerrar y blindar sus propios
beneficios por encima de las decisiones del pueblo, los organismos de Derechos
Humanos, nacidos al calor y abrigo de nuestras Madres y Abuelas, desafían a
cada momento los límites que la corporación intenta establecer como estancos y
cerrados.
Ocho años de lucha son ocho años de dolor, de indignación,
de fuerza, de avances, de retrocesos. Son ocho años de amor: de los dos hijos
que quedaron y se fueron haciendo grandes sin papá, de una madre sin
hijo/abuela que se fue poniendo más viejita sin claudicar a pesar de las
broncas. Y, especialmente, fueron ocho años de acompañamiento de otras madres y
otros hijos que son los de los organismos, en este caso de la Asociación Miguel
Bru.
La Bru,
como la conocemos todos, en las universidades y en los barrios donde está
presente, con sus abogados que no cobran un peso y se bancan la mirada y los
aprietes policiales (que les gritan, entre otras cosas: "¡ustedes son de la
presidenta!" como la acusación que piensan más estigmatizadora, de una presidenta
que defiende a los otros que son la patria y que menos tienen). La Bru, decía, se hizo cargo de
hacerle frente a los asesinos y también a una Justicia que aún con treinta años
de democracia todavía sigue siendo para unos pocos.
La familia de Daniel fue acompañada por la Bru durante los ocho años que
duró la lucha en reclamo del derecho al acceso a la verdad. Los funcionarios
dijeron que Daniel se ahorcó con su campera de jean en el calabozo, desde un
camastro a pocos centímetros del piso. Desde el dolor, y ante la inaceptable
violencia de ese acto que reafirma la impunidad con la que las fuerzas de la
maldita policía se despliegan ante nuestros jóvenes, la Bru decidió avanzar en la
búsqueda de verdad y justicia. Cada una de estas luchas parte de una premisa de
futuro y de vida, el juzgamiento y castigo a los asesinos de Daniel hace
justicia con sus asesinos y, en el mismo acto, actúa sobre el futuro, sobre la
necesidad imperiosa de que esto no vuelva a ocurrir.
Si a Lanata lo tienen harto los derechos humanos, quiere
decir que está de acuerdo con que los crímenes como el de Daniel Migone y
Miguel Bru continúen ocurriendo y quedando impunes. La lucha por los Derechos
Humanos no tiene fin, siempre nos encontraremos luchando por ampliar derechos, la Bru lo sabe muy bien, por eso
mismo se constituye como una asociación, establece y organiza su carácter
político para que la maldita policía no siga llevándose impunemente la vida de
Miguel, de Daniel y de tantos otros jóvenes.
Esta sentencia nos provoca alivio y alegría, algo que hay
que celebrar. Se hizo justicia, frase tan presente en nuestras memorias del
cine pero tan infrecuente cuando se trata de casos de violencia policial. En
este caso se consiguió justicia y eso nos llena de esperanza, de fuerzas para
seguir luchando por una democracia mejor, aún a pesar de algunos sectores
corporativos de la justicia que rehuyen a la democratización.
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