Por
Ismael Álvarez de Toledo
domingo 02 de noviembre de 2014, 20:09h
Una de las claves para entender el poder, en su más alta
dimensión, tiene que ver con la sensación de creerse indestructible, superior,
desafiante e inmune ante cualquier adversidad. El poder, mal ejercido, corrompe
voluntades y tercia a los hombres buenos en villanos, a los honrados en
corruptos y a los humildes en prepotentes.
El poder siempre va unido a la prepotencia, por eso mismo se llama
poder. El poder es sinónimo de fuerza, capacidad, energía o dominio, pero todo
ello unido, elabora una mezcla letal, en la mayoría de los casos, que sirve
para vencer férreas voluntades y doblegar al hombre corriente hasta convertirlo
en un esclavo de vanidades y riquezas efímeras. Hasta tal punto llega la pasión
desenfrenada por ostentar la fuerza, que el poder permite, que quienes lo
ejercen, se sienten e?n muchas de sus actuaciones por encima de la Ley, como
los dioses de la antigüedad, que influían con su poder sobre los mortales, para
que cambiasen el rumbo de los acontecimientos, según convenía,?
La gente mediocre suele utilizar el poder para conseguir
estamento, credibilidad y notoriedad. Una de las formas más rápidas de acceder
al poder, es utilizar la política como instrumento de imposición ante los
demás, para vencer esa mediocridad. Los políticos, por norma general, no
ostentan el poder como servidores públicos, que se supone que tiene que ser la
principal cuestión en un representante de los ciudadanos, sino que utilizan su
cargo para imponerse ante estos, con el afán de vencer su complejo de inferioridad
y pensar que se encuentra por encima del bien y del mal.
En cada político se encierra un pequeño tirano. Los instrumentos
del sistema creado por ellos, les permiten unas determinadas licencias que
están vetadas al resto de los mortales, quizá por ello se sientan más dioses,
cuando en realidad son más miserables. En el poder y en los políticos se
engendra la semilla que corrompe el mundo; la avaricia.
Como en la película de Visconti, que alude a la ópera de Wagner, El
ocaso de los dioses, los políticos y el poder van unidos, junto al mal,
para destapar todas las crueldades imaginables; la ambición desmedida de poder
y la traición. Tiene el poder tal magnetismo, que por su permanencia, hemos
visto negar amistades, calumniar en público y escurrir el bulto, de la manera
más grotesca imaginable, hasta caer en el esperpento al comprobarse la mentira,
quizá porque el poderoso, como los dioses, no puede permitirse el lujo de
admitir culpas ni pedir perdón.
El poder es rencoroso, traidor y vengativo. Se mantiene guardado,
como arma arrojadiza, a la espera de ser usado según convenga, se utiliza
contra el adversario político, contra el ciudadano corriente y se esgrime sin
pudor para tapar corruptelas y desvergüenzas. Así ha ocurrido estos días, cuando
gracias a la prensa, quizá porque es el único poder que tienen los ciudadanos,
se están descubriendo enormes casos de corrupción que habían sido tapados,
impunemente, hasta el momento de ser denunciados, por el propio poder del
sistema.
Nadie escapa a la verdad, como nadie escapa a la justicia, cuando
es justa, nadie está por encima de nadie, a cuenta de escudarse en la función
pública, pero sobretodo, en un mundo de mortales, la caída de los dioses, es
una suerte anunciada.
Ismael
Álvarez de Toledo
Escritor
y periodista
http://www.ismaelalvarezdetoledo.com