La caída del muro, 25 años: ¿Dónde está la fiesta?
lunes 10 de noviembre de 2014, 12:39h
El 9 de noviembre de 1989 el mundo ponía los ojos sobre
Berlín. Un acontecimiento de fuste estaba sucediendo: se estaba empezando a
caer el bloque socialista en Europa. Entre cantos de alabanza e indiscimulado
regocigo del diario La Nación que veía en esos picos que golpeaban la cifra de
la libertad occidental, 1989 es también el año de La Tablada, la híper, los
saqueos y el giro copernicano de Menem hacia el crudo neoliberalismo que se
imponía y que el Muro también anunciaba. Crónica a 25 años, allá y acá.
Las horas que separan al anochecer del jueves 9 de noviembre
de 1989 de la mañana del nuevo día son el intervalo apretado en el que, como se
dice, "cae" el Muro de Berlín. No hay un solo tiro y en las noticias que circulan
por los canales de televisión de todo el mundo no se habla de pueblo sino de
multitud y de gente.
Horas antes, el acorralado Partido Comunista había anunciado
-señal inequívoca de su derrota- la apertura de los pasos fronterizos. Es
decir, la inutilidad del Muro levantado 28 años atrás, también en una noche, la
del 13 de agosto de 1961. Por orden del Partido y como un operativo militar.
Era la Guerra Fría y ese año se había producido el desembarco en Bahía de los
Cochinos, promovido por EEUU con el fin de acabar con el gobierno
revolucionario de Fidel Castro. El Muro llegaba a estabilizar la frontera entre
las dos grandes potencias que habían decidido la suerte de la Segunda Guerra
Mundial. Hormigón armado y alambre de púa, es cierto, pero en comparación con
lo que Europa -y Alemania sobre todo- había protagonizado apenas quince años
atrás, era un cuento de niños.
En las horas nocturnas del 9 al 10 de noviembre de 1989,
50.000 alemanes cruzan del Este al Oeste, preguntándose "¿dónde está la
fiesta?". Aunque Mano Negra un par de años después le pida a los migrantes de
Europa del Este que no hagan precisamente esa pregunta ("Welcome in Occident").
Sólo el festejo se transmite. Sonríe hasta Gorbachov, suponemos que más preso
de su personaje que por tontera. A Bush (padre) se le hace agua la boca y
manifiesta que tiene "esperanza" de que sea "una enfermedad contagiosa para
Cuba y Nicaragua." Entre nosotros, por supuesto, también hay descorches. La
Nación hace suya la comparación entre la caída del Muro y la toma de la
Bastilla 200 años atrás. "Lástima que Lenin no viva para verlo".
Germán Sopeña desde Berlín escribe: "Es el temporal más
embriagador que se puede imaginar: el del aire de la libertad que sopla en este
momento sobre Europa con la intensidad que muchos comparan a la de la
liberación francesa por las tropas norteamericanas en 1944." Colectivamente se
compone el pegajoso tema de Scorpions, "Wind of change". De los jóvenes que
cruzan al Oeste -matrimonios en autos achacosos- el cronista escribe que miran
todo con sorpresa y "transmiten el perfume inefable de la libertad".
El entusiasmo excedido se explica porque es mucho lo que se
alinea en esa misma dirección. Sigamos en casa: de la primavera democrática
sólo queda el recuerdo casi vergonzoso. Durante ese año, La Tablada, la
hiperinflación, los saqueos, el giro que le imprime Menem al peronismo, al
abrir de par en par las puertas de su gobierno a Bunge y Born, a los Alsogaray
y a Cavallo; todo indica un nuevo escenario. No siempre la historia argentina
se empareja así con la europea, al punto de que dudamos si, para ironizar sobre
los que no se pliegan al nuevo estado del mundo -o no encuentran la fiesta que
se les termina de un saque-, primero se les avisó que se estaban quedando en el
´45 o que el Muro ya se había caído.
Aquí y allá, la algarabía por la caída del Muro es tal
porque certifica la liquidación próxima de la URSS y el final de la experiencia
del socialismo real. Termina la Guerra Fría, añade nuestra "tribuna de
doctrina" en su edición del 12 de noviembre de 1989, que se había vuelto
caliente en América Latina, la madre del terrorismo. Es el reencuentro, muy
esperado y victorioso, con la épica de la libertad que se conjuga sin disimulo
con la atención a "los problemas de desarrollo, que pueden convertirse en el
centro de los esfuerzos de cooperación internacional en lo que resta del
siglo." Es decir, flamantes y suculentos negocios por todos lados.
Si con la caída de Muro termina el siglo XX, ahí mismo se
empiezan a reunir los indicios de lo que viene. Por lo pronto, una nutrida
legión de pequeñoburgueses de Europa Occidental celebran la llegada del Año
Nuevo en Praga o en Berlín (Emmanuel Carrere se incluye entre ellos). A la
vanguardia de los negocios, la fiesta. A la vez, un agente de la KGB, Vladimir
Putin, se queda sin trabajo en la RDA y vuelve a su ciudad natal -todavía
Leningrado- para manejar un taxi sin licencia. En el número de diciembre de la
revista El Porteño, Salvador Benesdra escribe sobre los sucesos de Berlín y sin
huella de amargura -como en el arranque de la novela fenomenal que empieza a
escribir- dice que lo que viene "será para alquilar balcones". Dos meses antes,
en la Cerdos y Peces se escribe largo sobre los efectos de la cocaína -los
mismos que produce la sociedad capitalista en esa hora, el tipo de fiesta-; y
se anuncia la presentación de ¡Bang, bang! Estás liquidado, el nuevo disco de
Los Redonditos, en Satisfacción, Constitución. La publicidad es la tapa del
disco, en la que los soldados napoleónicos del cuadro de Goya de los
fusilamientos del 3 mayo de 1808 pasan a usar gorros de piel y brazaletes de la
Cruz Roja. Muy pronto será la advertencia de que en el nuevo estado del mundo
"te encanará un Robocop sin ley" y de que "puede fusilarte hasta la Cruz
Roja".
Eric Hobsbawm, comunista por cincuenta años, aun con
simpatías por Gorbachov, no duda: "los que salieron perdiendo a corto y medio
plazo, fueron no sólo los habitantes de la antigua URSS, sino los pobres del
mundo." Muy lejos del paraíso -"por mala que fuera" esa "región socialista del
mundo"-, su desaparición le da riendas sueltas a lo más desaforado del
capitalismo que ya no tiene nada que temer. Una vez más, muerto Dios, todo
vuelve a estar permitido. Y se sabe que lo peor tiene más chance de suceder, casi
todos los boletos en el bolsillo.
Al alter ego de Benesdra en El traductor, Ricardo Levy, lo echan de la editorial progresista en la
que trabaja y, contra todos sus prejuicios izquierdistas, descubre que el
sindicato, incluso con burócratas, en momentos de ofensiva del capital es
fundamental, lo defiende. Logra una buena indemnización, se casa y él también
se pone a manejar un taxi pero con licencia. La historia de Levy termina bien,
no así la de Benesdra. Como no podía ser de otra forma, se tardó en desbrozar
los caminos por donde seguir. Dejemos de lado la paparruchada del final de la
historia que, eso sí, por suerte quedó desprovisto de sus atributos
teleológicos. Aunque difícilmente se crea hoy que el cielo se pueda realizar en
la tierra, cada tanto se atisba algo de él. Hay fiestas y fiestas.