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Los discípulos de la Cañada Real

En la zona más conflictiva de la Cañada Real, una parroquia lucha por sacar adelante a los más de 40.000 personas que viven allí. Una enorme cruz blanca señala su ubicación entre ruinas y montañas de basura.
A las 17.30 horas dobla la campana de la iglesia de Santo Domingo de la Calzada. Resulta casi imposible oírla por el griterío de los alumnos que llegan a las clases de apoyo escolar, niños de todas las edades que golpean la cruz de hierro blanco con el mango de un paraguas y dan patadas a un balón de plástico desinflado.

Parroquia de Santo Domingo de la Calzada, en la Cañada Real Es miércoles, el día de la semana en el que más actividad registra la parroquia, porque a misa solo van seis o siete personas, "los históricos, gente mayor que lleva aquí toda la vida", explica Agustín Rodríguez, el párroco. En la iglesia de la Cañada Real, donde solo uno o dos niños hacen la primera comunión cada año y nunca hay que vaciar el cepillo, la labor de los voluntarios se revela fundamental para ayudar a los vecinos.

Casi todos los que se acercan a la iglesia, que también ofrece clases de alfabetización para adultos, son rumanos procedentes de la zona conocida como 'El Gallinero'. Para llegar hasta allí tienen que atravesar la zona más problemática de toda la Cañada, iluminada por las hogueras que señalan los puntos de venta de droga y transitada por 'zombies', camellos y compradores de fuera del poblado.

La actividad de la parroquia ha desplazado a los drogadictos que consumen o duermen, envueltos en bolsas de plástico, al abrigo de sus muros. Apenas hay jeringuillas por el suelo: los voluntarios se cuidan mucho de limpiar el entorno de la parroquia, aunque las agujas sueltas son difíciles de localizar entre los hierbajos. "El otro día encontré a una niña de dos años jugando descalza... Me costó mucho conseguir que se pusiera los zapatos", comenta Agustín.

Mantas, ropa vieja y manchada, cartuchos de agua destilada, toallitas teñidas de rojo y jirones de bolsas esparcidos por el terreno dan una idea de la imposibilidad de mantenerlo completamente limpio, sobre todo si se mira al frente, donde una montaña de basura ciega la entrada a una torreta ennegrecida por el humo. El viento esparce decenas de bolsas de plástico y propaga el olor del vertedero.

Esta tarde también ha venido el dispositivo Radar, de la Agencia Antidroga, a repartir material limpio a los drogadictos que se arremolinan en torno a la parroquia. Aquí, los consumidores de droga conviven con las personas de etnia gitana y los rumanos. También con los musulmanes, aunque en esta zona no se ven demasiados. Ajenos al trajín de fuera, una veintena de niños se pelean por las flautas y los estuches de lápices que reparten los voluntarios de la Cañada. Otros van de la mano de sus padres al dispensario médico que también funciona los miércoles en la parroquia, que se centra sobre todo en la pediatría. "La mayoría de los habitantes de la Cañada no están empadronados y no tienen acceso a la sanidad", explica el médico, también voluntario.

La idea de la parroquia es construir una chabola en 'El Gallinero' para acercar a los usuarios las clases de apoyo escolar y alfabetización para adultos. "Obviamente, tendría que ser una construcción ilegal, pero hay que partir de esa base: o ayudas en la ilegalidad, o no ayudas, no hay alternativas", argumenta Agustín. Ni siquiera él está seguro de la situación legal de la parroquia, "y eso que lleva aquí cincuenta años". Eso sí, la calle donde se sitúa la iglesia tiene su propia placa municipal e incluso en la 'vía principal' de la parroquia existe una parada de bus escolar debidamente señalizada. "Es que lo ilegal son las construcciones, no las vías", aclara Agustín.

El párroco sostiene que la solución al "mayor problema de Madrid", en palabras del propio alcalde, pasa por la cohesión de los vecinos, ya que a día de hoy las Administraciones no tienen un interlocutor válido. Las asociaciones de vecinos representan a los más veteranos, pero de esta forma "los gitanos, los rumanos y lios musulmanes se quedan sin voz". Agustín mantiene contactos con los imanes de las dos mezquitas y con las asociaciones que trabajan en la Cañada, con la esperanza de que crear una red social lo bastante sólida como para dialogar con los poderes públicos.

 A la salida de la iglesia, varios niños de unos seis años se acercan a los extraños para pedir tabaco. Agustín sube al coche y señala las bolsas de plástico que penden de la valla metálica. "A veces, cuando amanece, esa vista me recuerda un paisaje tibetano. No todo es fealdad en la Cañada", sentencia.
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