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Resurrección y muerte de la democracia venezolana

Resurrección y muerte de la democracia venezolana

Hace exactamente medio siglo el dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez escapó precipitadamente al extranjero. Lo derrocaron otros militares tras varias semanas de disturbios populares. El episodio no era sorprendente. La historia política de Venezuela, hasta ese momento, había sido una lamentable sucesión de liderazgos violentos impuestos a punta de pistola. El país, aunque nominalmente era una república, no había conseguido organizar la transmisión de la autoridad civilizadamente y con arreglo a la ley. No mandaban los ciudadanos, como se supone que ocurre en las repúblicas, sino los espadones. No obstante, gracias a los ingresos petroleros, había logrado prosperar progresivamente hasta colocarse entre las seis naciones más ricas de América Latina.

A partir de 1958, y por las próximos cuatro décadas, ocurrió un milagro. Los venezolanos lograron cambiar pacíficamente a sus gobernantes cada cinco años, recurriendo a elecciones razonablemente honradas en las que se alternaron en el poder dos partidos, uno socialdemócrata y otro democristiano. En ese periodo, además, la población --mitad rural, mitad urbana al comienzo de la etapa democrática-- pasó de 7 a 23 millones de personas, de las cuales, al final, el 86% ya vivía en ciudades generalmente dotadas de electricidad, teléfono, agua potable, alcantarillado, calles pavimentadas, escuelas, polideportivos y asistencia médica.

En 1999, cuando el presidente Chávez comienza a gobernar, 87 de cada cien hogares posee televisión en color, y el número de teléfonos per cápita es mayor que en Brasil o México. Simultáneamente, el analfabetismo sólo alcanzaba al 9% del censo, proliferan las universidades públicas y privadas, hay millones de niños en las escuelas, y el promedio de vida alcanzaba los 73 años. En ese momento, en el país existían amplios sectores sociales medios, y Caracas, llena de impresionantes edificios, contaba con el mejor museo de Arte Contemporáneo de toda América Latina, el que fundara Sofía Imber, y exhibía una notable muestra de artistas plásticos de rango internacional.

Había, naturalmente, grandes problemas, pero existía en Venezuela un gran indicador que demostraba su relativo éxito: los venezolanos apenas emigraban, mientras centenares de miles de colombianos, españoles, portugueses e italianos se trasladaban hacia ese territorio en busca de unas oportunidades que no encontraban en sus respectivas naciones, o, como sucedía con los cubanos, chilenos y argentinos, en procura de la libertad que no existía en sus tiranizados países. Hoy, desgraciadamente, el signo del éxodo se ha invertido. Decenas de miles de venezolanos, muchos de ellos estupendamente instruidos, huyen hacia otros climas sociales y económicos menos disparatados en los que puedan ser libres y ganarse el pan decentemente.

¿Qué ocurrió en Venezuela en esos 40 años --con todos sus defectos, las mejores cuatro décadas consecutivas de toda su historia--, y por qué el país se entregó irresponsablemente en las manos de un charlatán de feria como Hugo Chávez? La mejor respuesta que conozco está en un libro reciente de Ramón Guillermo Aveledo, profesor universitario, escritor y ex presidente de la Cámara de Diputados. Se titula La cuarta república: la virtud y el pecado, editado en Caracas, y en sus 300 páginas describe con absoluta objetividad “los aciertos y los errores de los años en que los civiles estuvieron en el poder en Venezuela”.

¿Por qué el 62% de los venezolanos, según las encuestas de la época, apoyó el sangriento intento de golpe militar de 1992, cuando Hugo Chávez trató de acabar a tiros con el gobierno legítimo de Carlos Andrés Pérez? Aveledo no responde esa pregunta, pero coloca todas las cartas sobre la mesa para que el lector saque sus propias conclusiones. El fue un político sin tacha, totalmente consagrado al servicio público, pero sabe que la corrupción, la impunidad, el clientelismo y los desastres económicos (muchos de ellos consecuencias de los errores traídos por el keynesianismo, las recetas de la CEPAL y la teoría de la dependencia), fueron alejando a los venezolanos de la clase política que los gobernaba, hasta provocar que se arrojaran en brazos de un aventurero ignorante, con la esperanza de que solucionara rápidamente los males que aquejaban al país.

La lección que se deduce de la experiencia venezolana es bastante sencilla. La frágil estructura republicana, con sus tres poderes independientes, autoridad limitada, rendición de cuentas y elecciones periódicas y plurales, sólo puede subsistir si toda la sociedad, y en primer lugar los políticos que la administran, se colocan humildemente bajo la autoridad de la ley. Simultáneamente, el conjunto de la población, además de percibir que las reglas son equitativas y todos se someten a ellas, tiene que ver el futuro con cierta ilusión. Tiene que creer, racionalmente, que el sistema le va a permitir mejorar su calidad de vida paulatinamente. Parece que eso falló en Venezuela. Pero no es verdad que se perdieron los cuarenta años de democracia. El verdadero desastre es lo que vino después.

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