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España: nación, Estado, territorio

España: nación, Estado, territorio

La cuestión territorial, un problema que desde la Constitución de 1978 parecía encauzado, ha vuelto a colocarse, como en los peores tiempos, en el centro del debate político español. Catalunya es clave y por ello tuvo tanta importancia histórica para el buen fin de la transición el diálogo entre el exilado Josep Tarradellas y el presidente Adolfo Suárez, y el triunfal retorno a Barcelona, en ambiente de reconciliación nacional y de cohesión territorial, del presidente histórico de la Generalitat. Desde 2004 la situación ha cambiado como del día a la noche, como un retorno por el túnel del tiempo a los peores problemas del ser de España.

Pese a los “gestos” de los últimos días, la situación interna de CiU empeora, al tiempo que se intensifica la presión del sector “soberanista” de CDC. La paradoja es que Durán i Lleida, el nacionalista democristiano  tradicionalmente más inclinado al diálogo con el PP, es ahora casi el único en CiU que cree en la voluntad de Rodríguez Zapatero de romper el techo competencial. Pujol, Mas y otros creen que el presidente sólo impulsará un modelo plurinacional o federal de organización territorial del Estado cuando le convenga electoralmente.  

El cambio desde el Estado plurinacional –el techo de autogobierno del modelo autonómico de la Constitución de 1978– al modelo federal no es impune. Todas las comparaciones son odiosas, pero mucho más con Estados Unidos, ya que no es lo mismo, sino exactamente lo contrario, el nacimiento de una Nación –tan cinematográficamente inolvidable– de estados que precisamente se crean para ser admitidos en la Unión, que la desagregación de Estados a partir de uno preexistente.

En esta última situación, el proceso “soberanismo, autodeterminación, independencia” es difícilmente sorteable. Puede llamarse “balcanización” como hizo José María Aznar con exceso verbal, o dejarlo, con expresión más moderada, en desvertebración o desagregación, pero al final del recorrido, es la generación de países independientes a partir del Estado que se desagrega. Quizá por ello, los indicadores sociológicos muestren que las tensiones “soberanistas” han producido en el conjunto del Estado el efecto acción-reacción, de manera que son más los votos que restan en el conjunto que los que aportan en la suma de las nacionalidades históricas.

Incluso en las mismas nacionalidades o naciones históricas empieza a manifestarse un segmento creciente de voto contrario a la separación del Estado. En un escenario como el actual, de ajustado “cuerpo a cuerpo” de los dos grandes partidos transversales del Estado ante las urnas de marzo, pequeños desplazamientos de voto podrían dar un vuelco al resultado.

Rodríguez Zapatero intenta estar en una cosa y la contraria. Hace marketing del “gobierno de España”, pero evita cualquier toma de posición constitucionalista que pudiera tomarse como marcha atrás de su disposición a reconfigurar el Estado. Hace llegar “mensajes”, tanto al PNV y a CiU como a dirigentes nacionalistas de otras regiones, prometiendo retomar la cuestión territorial inmediatamente después de marzo, si hasta entonces recibe el beneficio electoral de una tregua de las presiones soberanistas.

El presidente ha hecho llegar, tanto a los nacionalistas catalanes como a los vascos, que el único camino viable hacia el modelo federal es retirarlo del escenario de las elecciones generales y después, formar una mayoría parlamentaria que permita plantearlo abiertamente y darlo tránsito constitucional. El enfado de La Moncloa con Ibarretxe es muy serio, porque el anuncio del referéndum ilegal por parte del lehendakari vasco no es ni siquiera una voladura controlada, sino un torpedo en la línea de flotación de la estrategia de Rodríguez Zapatero. Y además alienta otros procesos que estaban larvados, embrionarios o apenas iniciados.

Es el caso de Canarias, donde el soberanismo lleva camino de convertirse en elemento central de la contienda política, aunque en el archipiélago, el PSOE, quizá por impulso de su nuevo líder López Aguilar, ha tomado delantera al PP local en la defensa del modelo constitucional del Estado, frente a los sectores más derechistas, que ya reclaman expresamente la soberanía de Canarias como pura y dura “descolonización”. La llamada a rebato a la “descolonización” ¿es una iniciativa personal, de unos cuantos “ultras” xenófobos, o esconde respaldos o alientos de otros que pretenden, con la audacia del aprendiz de brujo, abrir una vía “de máximos” que allanase el camino para obtener de Madrid concesiones semejantes a las de Catalunya y el País Vasco?

El escenario no es ya el de la transición. La rebelión del actual gobierno vasco, decidido a convocar un referéndum ilegal aunque sea contra la voluntad expresa de las Cortes Generales, lo que ha empezado a suceder en las calles de Catalunya, la inesperada arrogancia del BNG y la rara pasividad con que la acepta el PSOE gallego, la llamada a la “descolonización” de Canarias, son hechos que configuran un escenario nuevo y complejo. A medio año de las elecciones, los partidos nacionalistas, siguiendo la estela del PNV, han desplazado su objetivo hacia más allá del federalismo, de la Nación de estados, al modelo norteamericano. El nuevo “mínimo” es la Confederación a que se refería Arzalluz por los años ochenta.

Inquieta, incluso alarma, que en la octava potencia económica del mundo, una de las más antiguas naciones de Europa, acosada además hoy en día por el terrorismo islámico que nos ha convertido en “objetivo preferente”, la cohesión territorial haya vuelto a ser un problema político central y un debate partidario. Bajo el imperio deseable de la racionalidad, no conviene creer en as meigas, pero algo de verdad tiene el viejo dicho popular por el que “las brujas no existen, pero haberlas, haylas”. En cualquier caso, no es una buena noticia. Por un mínimo de de veracidad, es preciso reconocer que no es el PP el que acude a ese peligroso torbellino territorial sino que, cuando ya parecía apaciguado por más de un cuarto de siglo de lealtad constitucional, con gobiernos de izquierdas y de derechas, Rodríguez Zapatero volvió a encresparlo por propia e innecesaria voluntad. Es la vieja historia del sembrador de vientos, pero cabe temer que las tempestades las cosechemos todos. 

 

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