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Teléfono rojo, volamos hacia Moscú

Teléfono rojo, volamos hacia Moscú

Thomas Hobbes escribe en el capítulo decimotercero de su clásico “Leviatán” acerca de la condición de los gobernantes en el sistema internacional. Para él, “es un hecho que, en todas las épocas, los reyes y las personas que poseen una autoridad soberana están, a causa de su independencia, en una situación de perenne desconfianza mutua, en un estado y disposición de gladiadores, apuntándose con sus armas, mirándose fijamente, es decir, con sus fortalezas, guarniciones y cañones instalados en las fronteras de sus reinos, espiando a sus vecinos constantemente.”.

Hobbes publicó estas líneas en 1651. Eran otros tiempos, los de la guerra civil inglesa y el paréntesis republicano a la monarquía de los Estuardo mediante la Commonwealth de Oliver Cromwell, cuyo lema, en sintonía con el espíritu que emana de la obra de Hobbes, no era otro que “pax quaeritur bello”, esto es, “la paz se busca a través de la guerra”. Sin embargo, pese a la aparente lejanía de “Leviatán”, su contenido inspira aún de manera fundamental las bases del pensamiento realista en relaciones internacionales, dominador en la mayoría de los debates dentro de la disciplina, especialmente en los círculos académicos y de gobierno de Estados Unidos. La relevancia de esto es clara: la manera en la que pensamos puede resultar fundamental a la hora de comprender y explicar la manera en la que actuamos. El pensamiento realista es una pieza fundamental para iluminar muchos de los hechos que ocurren en el sistema internacional, y desde luego fue prácticamente el único modo de ver el mundo en el período de la Guerra Fría.

El realismo se basa en una serie de principios muy sencillos. Es ahí donde radica tanto su atractivo como su éxito. Las relaciones internacionales, según esta línea de pensamiento, se basan en un juego de suma cero entre Estados, que viven en un sistema anárquico donde lo que es positivo para uno será negativo para el resto. La competencia entre ellos es, de este modo, una constante, y simultáneamente también lo es la posibilidad de guerra, pues, como dice Hobbes, no existe una autoridad superior y cada cual es árbitro de sus propios intereses ‘nacionales’. La actuación de los gobernantes se basa en este contexto en cálculos estratégicos cuyo fin último es maximizar esos intereses nacionales a los que me refiero.

Durante siglos este ha sido el paradigma dominante en el modo de ver las relaciones internacionales. No se trata de una cuestión menor. Como apunto, si pensamos que el mundo está compuesto por Estados que se pelean como gladiadores y que son por naturaleza proclives a la violencia por carecer de un poder común que los ligue y atemorice, lo más probable es que, si estamos a la cabeza de un gobierno, busquemos, por todos los medios a nuestro alcance, aumentar el poder de nuestro Estado para salir victoriosos en la competición constante de la arena internacional.

He tratado de poner sobre la mesa, con esta breve exposición, los instrumentos necesarios para comprender el actual contencioso entre Estados Unidos y Rusia, una disputa por ahora de guante blanco que no obstante es susceptible de crecer en importancia y peligrosidad. En octubre de 2006, el ministro de exteriores ruso Sergei Lavrov reivindicaba en su artículo “La Nueva Rusia en el Mundo Contemporáneo” un papel para su país acorde, en sus palabras, con su estatus y capacidad. Lavrov estimaba que era conveniente que los Estados dejaran de lado proyectos ideológicos y se lanzaran a poner en marcha políticas prácticas que defendieran los legítimos intereses de los países. En este proceso, para Lavrov y Rusia, resultaría clave el liderazgo del G-8 como camarilla mundial que, en la vanguardia de la toma de decisiones internacionales, marcara el ritmo de la agenda global.

Desde octubre de 2006, los mensajes lanzados desde el país de Vladimir Putin han ido siempre en esa dirección. Estados Unidos, por su parte, no ha ayudado a moderar el discurso nacionalista ruso. Su proyecto de escudo antimisiles en Europa Oriental parece un anacronismo sacado del mandato de Ronald Reagan, más propio de la Guerra Fría, donde podría haber tenido un cierto sentido para los intereses norteamericanos, que de una época donde las mayores amenazas para la potencia americana vienen del terrorismo global y de agentes no estatales sin territorio fijo. En la actualidad es mucho más probable que, de producirse un ataque contra Estados Unidos, este sea pequeña escala y desde el interior del territorio de la potencia. Un bombardeo masivo desde los Montes Urales no parece verosímil en estado actual de las cosas.

Así las cosas, la apuesta de George W. Bush por un escudo antimisiles en Europa del este responde plenamente a una lógica realista de las relaciones internacionales. Alertados por la deriva autoritaria y nacionalista rusa y por la silenciosa expansión de China hacia el oeste, fundamentalmente hacia África, pero también ya hacia Europa, Estados Unidos desempolva el traje realista de la Guerra Fría y vuelve a lucirlo sin pudor. Rusia, que también posee un fondo de armario nada desdeñable, porta asimismo de nuevo las galas hobbesianas y lanza un mensaje claro suspendiendo el Tratado de las Fuerzas Armadas Convencionales en Europa y tensando las relaciones con el Reino Unido por el caso de Alexander Livitnenko. ¿Seguro que conviene rescatar de los libros de historia la contienda bipolar del borde del abismo? Los teléfonos rojos también pueden fallar. Peter Sellers bien lo sabe.

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