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“Habría que entrar a fusilar”

“Habría que entrar a fusilar”

El principal personaje de una novela inconclusa, que escribo y corrijo desde hace veinte años, piensa que a todos los militares involucrados como autores o cómplices principales de asesinatos políticos, torturas y desapariciones, simplemente habría que fusilarlos, uno a uno, hasta completar 500. Curiosamente, en Chile este  número coincide con el estimado de miembros de las FFAA que han debido “desfilar por tribunales”, según los propios afectados, luego de la fuga protagonizada por uno de ellos, el ex general Raúl Iturriaga Neumann.

Moviéndose dentro del libre campo de la ficción, mi personaje, al que he bautizado como “Teo Van Buren”, pese a su origen muy criollo y popular, abandonado por su madre a los pocos días de nacer en el hospital del mismo nombre de Valparaíso, no quiere dejar títere con cabeza. “Los crímenes por los cuales se procesa a estos militares -afirma Teo en la novela, que transcurre entre Buenos Aires, Bogotá y Santiago-, merecen sólo la pena capital. ¡Un desfile por los tribunales no es lo mismo que un “paseíto” entre la celda y la sala de tormentos por los corredores de Villa Grimaldi!” –exclama ante un visitante europeo, a la altura de la página 130 del manuscrito. 

En 1987, cuando empecé la escritura del libro para una editorial argentina, que todavía lo aguarda, la pena de muerte estaba aún vigente en Chile, y se aplicaba tanto dentro de la ley como fuera de ella, a cargo de sujetos tan inocultables como Alvaro Corvalán y otros integrantes-estrella de los llamados servicios de seguridad. Ni el Papa ni los dulces líderes de la Concertación se habían propuesto todavía derogarla, como finalmente lo hicieron.

Teo Van Buren, que se considera un vengador, llega a Santiago desde Canadá,  provisto de un pasaporte uruguayo falso, y al día siguiente recoge  una pistola de 9 mm. que alguien le entrega en el centro de Santiago, para proceder a los atentados individuales contra personeros de la dictadura, que ha planeado obsesivamente en sus largos años de exilio. Su primer objetivo es el Guatón Romo, a quien descubre infiltrado como mozo del aseo en la Universidad Arcis. Lo espera una noche en una esquina próxima pero, cuando le va a disparar de frente, siente un profundo asco al ver su rostro maquillado, sus ojos turbios y el pelo teñido rubio que lo hacen semejar un travesti de mala muerte, a la luz vacilante de un farol. Teo se guarda la pistola, escupe al suelo, y se escabulle. Se fija entonces objetivos más altos; deshecha la posibilidad de seguir actuando en solitario, y comienza a impulsar una venganza que él llama “institucional”, con juicios sumarios contra los violadores de los derechos humanos, entre los que incluye al propio Pinochet. Por supuesto, no prospera su iniciativa.   

Pero más allá de su fracaso, lo que indigna especialmente al personaje de mi novela, es que ninguno de estos acusados de crímenes atroces -especialmente los más altos mandos- reconozca públicamente, aunque sea por un minuto, su participación en los hechos acreditados ante tribunales, liberando así de responsabilidad a sus subordinados, sujetos a la implacable disciplina castrense. Sólo se le ocurre una forma de darles una lección a los culpables: —¡Aquí habría que entrar a fusilar!— repite a cada rato, sin una relación muy directa con la realidad, de la cual se va alejando cada vez mas. (Yo como autor es poco lo que puedo hacer, porque las creaturas de la ficción van adquiriendo poco a poco vida propia, como reconocen todos los escritores).

Amigos que han leído los originales en borrador consideran que “Teo” aparece a ratos como “demasiado extremista”, o incluso “un resentido”, pese a las razones poderosas que lo han hecho incubar un odio justiciero. “Fui una de las tantas víctimas reventadas por la dictadura, al igual que toda la familia que había logrado construir —explica—, pero yo no me voy a quedar de brazos cruzados, ni voy a andar agitando cartelitos por las calles ni participando en “funas”  con pitos, globos y matracas  frente a la casa de estos desgraciados. —Compadrito, ¡aquí hay que resucitar la pena de muerte! — le dice a uno de los pocos compañeros de “ideales” que le van quedando dentro de la novela.

Incluso creo que yo lo voy a abandonar… Estoy escribiendo una obra impublicable, políticamente incorrecta, y totalmente fantástica, lo que es mucho para alguien que en el fondo no es más que un reportero, esclavo de los porfiados hechos, y poco amigo de mandar mensajes subliminales a través de la literatura de ficción.

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Camilo Taufic
Periodista
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