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¿Qué hace un ex presidente del Gobierno?

“Hay que ver lo difícil que es ser ex presidente del Gobierno; nadie sabe cómo tratarte”. Me lo dijo Adolfo Suárez en cierta ocasión, cubriendo yo informativamente su campaña electoral al frente del partido que creó al salir de La Moncloa, el Centro Democrático y Social. A Suárez le resultó más fácil ser jefe del Gobierno, y mira que hubo de pasarlo mal en el cargo, hasta dimitir, que ser ex presidente.

La presidencia la asumió con la dignidad que correspondía. Lo mismo que la ex presidencia. En el acto inaugural de las Cortes constituyentes surgidas de las primeras elecciones democráticas, un periodista veterano -aún hoy ejerce-, que conocía a Suárez de otras crónicas de antaño, le espetó en el pasillo del Congreso, en tono cariñoso un “anda, Adolfo, no seas cabrito”. Sin perder la sonrisa -yo asistí a aquel cordial intercambio de golpes verbales-, Suárez, vencedor en aquellas elecciones, contestó: “Coño, Pedro, que soy el presidente”. A partir de ese momento, las relaciones, acaso demasiado cómplices, entre los informadores y los principales representantes políticos cambiaron. Aprendimos a respetarnos mutuamente -más nosotros a ellos, creo, que viceversa- y supimos que no se puede tratar así, como a un colega de bar, al presidente.

A quienes no hemos aprendido a tratar es, como me decía Suárez, a los ex presidentes. De Suárez conservo el recuerdo de conversaciones densas y alguna partida de mus con el inolvidable Chus Viana y con José Ramón Caso, pero nunca se le perdía el respeto. Ni él se mostraba nostálgico del poder quizá voluntariamente perdido. Una lástima que el hombre que pilotó la transición -y no tuvo, en su momento, pocas críticas por cómo lo hizo- no pudiese contemplar este jueves el acto de recuerdo a los treinta años que se nos han ido.

Con Felipe González, las relaciones han sido más difíciles: salió rencoroso y vengativo, sintiéndose, puede que con justicia, maltratado. A algunos periodistas, que no entendimos ni aprobamos sus últimas derivas, nos fue colocando carteles que no correspondían. Con Aznar, aún peor: se ha encerrado entre los incondicionales y quizá no le gusta, ahora, ni Mariano Rajoy. Supongo que el hombre que refundó Alianza Popular, convirtiéndola en el PP, y que tantas cosas buenas hizo, se ha dejado vencer por las críticas de quienes denunciaban sus errores, y parece odiar, por tanto, a media humanidad.

Ni Felipe González ni Aznar -sí el breve y hierático Leopoldo Calvo-Sotelo, que no fue elegido presidente por las urnas- tuvieron el gesto de acudir al acto institucional que este jueves, presidido por los Reyes, conmemoraba los treinta años del inicio formal de la transición, aquella jornada de junio de 1977 en la que los españoles acudimos por vez primera a las urnas tras cuatro décadas de dictadura. Ignoro si es verdad que, al menos a Aznar, le avisaron con poco tiempo: en todo caso, no parece que su agenda contuviese cosas más importantes que hacer. De Felipe González recordábamos, cuando diputado de a pie, en la última fase, sus continuas ausencias del escaño; ni siquiera sorprendió demasiado que no acudiese al fasto convocado por el presidente del Congreso, Manuel Marín, un acto donde tantas nostalgias de un tiempo pasado que quizá fue mejor se vertieron.

Ambos ex presidentes disfrutan de su actual estatus, en el que nadie les pide cuentas de lo que hacen a favor de grandes potentados extranjeros, nadie les pregunta de dónde vienen o adónde van, estatus privilegiado gracias a que los españoles los colocamos un día al frente de nuestra gestión. Pagamos entonces sus sueldos de presidentes y ahora sus representaciones como ex presidentes. Quizá, una vez cada treinta años, podrían hacer un hueco en sus agendas repletas de yernismos y cuñadismos, de citas con magnates, de conferencias sustanciosamente pagadas, de gestiones comerciales, y acudir a una conmemoración irrepetible, ya que nunca aparecen en los actos anuales de homenaje a la Constitución.

Ya vemos que ser ex presidente puede que sea difícil, como decía el duque de Suárez. Pero también es rentable. ¿Será tan complicado mantener una mínima presencia institucional, una mínima dedicación al Estado?
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