Feliz anversario sí, pero...

Ahora que andamos conmemorando los treinta años de las primeras elecciones democráticas, uno de los puntos clave de la transición desde la dictadura, no sería malo que, junto a los actos institucionales, tan del agrado de la clase política, dedicásemos un pequeño repaso a las cosas que deberían cambiarse inmediatamente. Porque instrumentos que tal vez fueron buenos para abandonar el edificio vetusto del autoritarismo franquista, acaso comiencen a ser perjudiciales ahora, cuando llevamos ya tres décadas rodando por la democracia. Que es un valor siempre perfectible, y a ello debemos tender, sin pensar que el hecho de votar una vez cada cuatro años, y poco más, basta para afirmarnos como unos grandes demócratas.

Piense usted, por ejemplo, en lo que está ocurriendo con los pactos tras las elecciones municipales y autonómicas del pasado 27 de mayo. Están a punto de alcanzarse acuerdos de los ‘grandes’ con partidos con escasa representación en voto, pero cuyo apoyo es necesario para alcanzar la gobernación. Son estos partidos ‘llave’ o ‘bisagra’  formaciones que hacen del oportunismo y del ventajismo su bandera, y cuyas trayectorias no han sido, a veces, todo lo ejemplares que debieran; pienso, desde luego, en Baleares o en Canarias, pero podrían citarse innumerables ejemplos en muchos municipios de España. O Navarra, donde los rivales que se atacaban sin piedad durante la campaña, acusándose de ser la desgracia de la región, ahora se hacen guiños para repartirse la tarta del poder: ¿era eso lo que querían los electores? ¿Para cuándo una reforma de la normativa electoral que haga que sea el más votado quien gobierne los ayuntamientos y las autonomías? Y, ya que estamos, ¿para cuándo el cumplimiento de la sempiterna promesa del desbloqueo de las candidaturas electorales?

Al tiempo, puede que el sistema electoral proporcional, sistema d’Hondt, candidaturas cerradas y bloqueadas, con el que se inauguraron aquellas elecciones, introduciendo la mínima corrección de un sistema prácticamente mayoritario para elegir un Senado que iba a servir de bien poco, fuese una arquitectura válida en 1977, en 1999 o hasta en 1982, cuando ya nos convencimos de que un voto no vale lo mismo en Barcelona que en Soria, ni el elegido por un partido mayoritario precisa tantos votos como uno de Izquierda Unida, por ejemplo, al tiempo que se sobrerrepresentaba a las formaciones nacionalistas en sus respectivos territorios.

Todo ello lleva a la conclusión de que se hace necesario abordar una reforma de una normativa que se nos ha quedado caduca y que, cada cuatro años, plantea las mismas reservas, las mismas protestas, los mismos escándalos.

Pero, claro, la profundización de la democracia no es tema que ‘venda’ y ni parece apasionar, por razones obvias, a la clase política, ni tampoco es, parece, una prioridad para la opinión pública -ni para la publicada-. No lo es el tema electoral, ni lo es la reforma constitucional -varada peligrosamente-, pese a que nuestra norma constitucional fue redactada para salir de una dictadura y va precisando a voces retoques de indudable calado. El miedo a ‘abrir el melón’ no puede ser ya excusa para emprender esta reforma, cuando parece claro que algún Estatuto de autonomía -esto, por poner un solo ejemplo- ha sido aprobado ya forzando claramente la ley fundamental, como tendrá que reconocerlo el Tribunal Constitucional  dentro de algunos meses, o quizá de algunas semanas.

En fin: no quiero con estas disquisiciones mías aguar una celebración más que justificada, porque estos trena años han significado la época de mayor bienestar, en muy variados aspectos, de la turbulenta historia de España, aunque acaso no haya sido la más fecunda intelectualmente. Feliz aniversario, pues, y preparémonos para enfrentarnos a una nueva era, que confío sea igual de buena.