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La semana política que empieza. No nos falléis

La semana política que empieza. No nos falléis

“No nos falles”, le gritaban, recuerda usted, a Zapatero sus fans tras haber ganado los socialistas las elecciones. Hoy, pienso, podemos gritar los ciudadanos angustiados, desorientados, “no nos falléis” a los dos principales líderes políticos españoles que se reúnen este lunes en La Moncloa. Y que yo creo que habrían de meditar juntos, y hasta revueltos si preciso fuere, en algunas cuestiones de mayor calado aún que si el pacto antiterrorista debe o no incluir a un Partido Nacionalista Vasco --¿y por qué no a Convergencia i Unió?—que a veces ha dado, en esta etapa liderada por Josu Jon Imaz, más muestras de sensatez que los ‘grandes’ de implantación nacional. Ahí, sentados en los sofás monclovitas del consenso y el disenso, van a estar los representantes máximos de esas dos españas que, ay, ya se ve que perviven. Dos hombres condenados a entenderse –que no nos hablen más de un fracaso que sólo a ellos les compete evitar-- y a quienes se podrían proponer varios temas de reflexión y de acción.

Porque es cierto que ETA está acaparando los titulares del proceso. Y que una manifestación batasuna que no llegó a las mil personas el sábado ha provocado más atención que otra, paralela, de varios miles convocada por Gesto por la Paz con asistencia de casi todas las fuerzas políticas democráticas, unidas al menos a la hora de salir a la calle a gritar contra el terror que la banda nos trae nuevamente. Que Permach y Barrena sean más noticia que los líderes del socialismo vasco, del PP vasco, del PNV, carece de lógica. Pero ocurre. Por eso mismo, entiendo que ETA no puede ser punto único en el orden del día en la ‘cumbre’ monclovita de este lunes. Es un punto importante, sobre el que los ciudadanos pedimos que se llegue a un acuerdo mínimo de actuación, pero un punto más.

Así, ¿por qué no hablar también de otros temas pendientes, que no deben dejarse para el próximo debate sobre el estado de la nación? Confieso que me preocupan, por ejemplo, algunos intentos de monopolizar la fiesta de homenaje a la transición que este jueves va a tener lugar en el Congreso de los Diputados, aprovechando que se cumplen treinta años desde las primeras elecciones democráticas. Que el actual presidente del Ejecutivo, empeñado en ser un nuevo Adolfo Suárez, insista en tener un protagonismo en ese acto junto al Rey, que sí fue un actor decisivo –aunque algunas fuerzas de la izquierda radical le discutan ese papel--, parece algo cuando menos extraño. Porque Zapatero apenas contaba diecisiete años cuando ocurrió todo aquello; ni siquiera se había afiliado aún a las Juventudes Socialistas. España es un país que mira al futuro, ajeno a ciertas interpretaciones perversas de su memoria histórica y, cuando mira hacia atrás, seguramente quiere hacerlo de manera institucional, sin luchas partidistas. La gloria de la transición corresponde a otras figuras políticas, ya jubiladas en su mayoría. Zapatero y Rajoy deberían limitarse a reconocerlo y a propiciar un homenaje a esos ‘otros’.

Se abren también otros frentes que me parecen preocupantes y que afectan a la esencia de la nación. Está claro que una fuerza de oposición está para criticar al Gobierno en aquello que hace mal, y también para proponer alternativas de signo diferente a las que el partido en el poder nos propone. Si los dos principales partidos estuviesen de acuerdo en todo, ¿para qué necesitaríamos los partidos? Pero eso es una cosa y andar a la greña todo el día poniendo en cuestión el entramado del sistema es algo muy diferente. Para eso tampoco necesitamos a los partidos.

De esta forma, me parece que estamos legitimados para pedir a nuestras formaciones políticas que apliquen conjuntamente un mínimo de sentido común a ciertos temas básicos. Como podría ser la reforma de la Constitución y de la normativa electoral –menudos pactos contra natura se delinean esta semana para gobernar en ciertas comunidades y ayuntamientos, gracias a la legislación electoral esperpéntica que tenemos--. O la educación: hay que ver la batalla subterránea, alentada en parte por sectores eclesiales, que se prepara en torno a la asignatura de educación para la ciudadanía que ha de sustituir, donde se quiera, a la de religión.

Que  el encuentro entre el jefe del Gobierno y el de la oposición, que debería ser cuestión casi rutinaria, sea algo tan noticioso, de lo que se lleva hablando desde hace dos semanas, parece ya algo anómalo en una democracia. Que todo un pueblo se una para decir a sus representantes, a los que los ciudadanos han elegido –no había mucho más—y pagan, “no nos falléis”, no sé si es también anómalo. Más bien, se sitúa entre lo patético y lo esperanzador. No nos falléis de nuevo.
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