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El 11-M y la libertad de expresión

El 11-M y la libertad de expresión

Sabe el lector –cauta forma que utilizamos los articulistas tanto por el optimismo de tener alguno como por la inquietud de que no sean muchos más– que estoy convencido de que no hay otra autoría, física ni intelectual, del 11-M que la islamista y que, por lo menos hasta el momento, nadie me ha mostrado un indicio suficiente de la presencia de ETA en el trágico suceso. Vaya esto por delante, para decir que no participo –y me ha ocasionado disgustos con buenos amigos– de la obsesión de meter a ETA con calzador, pero tampoco del sectarismo con que otros quieren excluir cualquier hipótesis u opinión que se desvíe un ápice de la oficial del gobierno de Rodríguez Zapatero.

Convertido por los partidos en liza –por los dos– y sus altavoces mediáticos en debate artificial para eludir las importantes cuestiones que importan a los ciudadanos, escribir del 11-M con distancia y objetividad se ha convertido en uno de esos “esfuerzos inútiles que sólo conducen a la melancolía”. Si se quiere ser objetivo, casi todos salen malparados de aquella trágica historia, pero no es el 11-M lo que divide al país, sino que las polémicas y cruce de acusaciones en torno al 11-M ponen de manifiesto una incómoda situación, de vuelta por el túnel del tiempo a la división incivil de nuestra peor historia, después de tres décadas esplendorosas de reconciliación nacional, democracia plena, sociedad abierta, diálogo plural y progreso económico. Por ahora sólo queda bien parado ante la opinión pública el Tribunal que, con impresionante rigor e independencia y con firme dominio del timón por parte del magistrado Gómez Bermúdez, está juzgando –no puede hacer otra cosa– a los que se sientan en el banquillo y poniendo seriedad a un desfile de declarantes y testigos que no parecen personajes de Wodehouse o Chesterton porque “suenan” más a astracanada del inolvidable Muñoz Seca.

Pero hay un riesgo peor y se apunta ya en el escenario, que es la búsqueda de un chivo expiatorio para tanta acumulación de desatinos. Y claro, encuentran el de siempre, el habitual por estos pagos “tierra para el águila / un trozo de planeta / por donde cruza errante / la sombra de Caín”. ¿Quién va a ser, sino el mensajero, los infames e ignorantes periodistas siempre empeñados en no creer lo que cuenta el político de turno? ¿Y quiénes más útiles para tan delicuescente fin que aquellos mensajeros dispuestos a anteponer el alineamiento ideológico, o aún peor, partidista, a los valores sustanciales de independencia y objetividad de la información?

Tal parece que para unos lo terrible no es la matanza criminal, ni siquiera la perversión intrínseca del terrorismo islámico, sino la terquedad de otros en querer saber las implicaciones y complicidades del acto criminal, más allá de ese raro hatillo de confidentes y descerebrados que lo ejecutaron. Tal parece que para otros lo más importante no es el acto terrorista, sino la forma y manera con que algunos lo utilizaron para sacar beneficiosas consecuencias electorales. Para los primeros –ya lo anticiparon gritando “¡asesino!” al entonces presidente del gobierno de España, en la manifestación de Madrid– los dos centenares de muertos fueron víctimas de la participación española en la guerra de los aliados contra Irak. Para los segundos, esas personas murieron porque se quería cambiar el sentido del voto y poner a Rodríguez Zapatero en La Moncloa.

Lo de meter a ETA en el 11-M no es una “teoría de la conspiración”, es que un doble salto sin red y al menos por ahora sin cuerda alguna a la que agarrarse. Pero también a estas alturas de la información pública y a poco esfuerzo de objetividad que se aplique al análisis, es ya una mentira demostrada que el terrorismo islámico cayera sobre Madrid por la intervención de nuestro país en Irak. Sadam era tan odiado por los islamistas –que detestaban su régimen laico, al igual que ahora quieren terminar con el régimen laico de Turquía– como por sus antiguos patronos de Texas, a los que había defraudado por exceso de ambiciones económicas y de poder. Los hechos, por favor, los hechos… Ahora ya es conocido, por informaciones contrastadas, que España estaba en el punto de mira del terrorismo islámico desde antes de la guerra de Irak, desde que los estrategas del islamismo definieron la tenaza necesaria para sus objetivos sobre Europa, esto es, el retorno de Al Andalus por el túnel de la historia y el ingreso de Turquía –de una Turquía que rompa con la herencia de Ataturk– en la Unión Europea.

Digámoslo sin eludir las palabras precisas aunque supongan grave riesgo en estos tiempos de oscuridad. Entre la Civilización occidental y la barbarie islamista, heredera directa de las tácticas y métodos del nazismo –y si alguien cree exagerada la comparación, que observe lo que sucede en Irán–, no hay terreno para el diálogo, porque una de las partes no quiere dialogar, sino aterrorizar, vencer y exterminar al adversario. Nada ha cambiado. Ejemplo fácil y a mano: los islamistas no se conforman con acabar con el Estado de Israel, quieren exterminar físicamente a los judíos. Lo ha dicho bien claro el terrorista que preside la caricatura de gobierno palestino: hay que “echar a los judíos al mar para que se ahoguen en él”. Por usar el ajustado análisis de una gran periodista italiana que tuvo que irse a vivir sus últimos tiempos casi como una refugiada en Nueva York, “será difícil conseguir que los pueblos sometidos por el Islam se liberen y hagan la travesía del desierto hacia la Civilización, pero civilizar el Islam no es una utopía, sino sencillamente un contrasentido imposible”. 

Y la civilización, entendida en el sentido del progreso y la libertad del ser humano, es medularmente, esencialmente, libertad de expresión. No se trata ya sólo de la democracia, cuya esencia vital es por supuesto la libertad de expresión. Es que este bien, superior a todos los demás, marca la frontera entre Civilización y barbarie. Allí donde no hay libertad de expresión no existe Civilización alguna, por muchas instituciones y actividad económica que se tenga. Como escribieron Chomsky y Herman en “Los guardianes de la libertad”, la libertad de expresión no debe defenderse en términos instrumentales, en virtud de su contribución a algún bien superior, porque es un bien en sí misma. La famosa crisis de las caricaturas de Mahoma fue elocuente, y todavía muchos sentimos vergüenza de recordar las ambigüas actitudes de algunos políticos corruptos, como el felizmente jubilado Chirac, regateando a la muy libre y democrática Dinamarca el respaldo que merecía.

¿Quién perpetró los brutales crímenes del 11-M? El terrorismo islámico. ¿Se produjo el acto terrorista como respuesta o castigo a la participación española en la guerra de Irak? De ninguna manera. ¿Quién fue el autor intelectual del 11-M? La mano que mece la cuna del terrorismo islámico. ¿Quiso esa mano cambiar el sentido de las urnas del 14-M? No es imposible, pero tampoco es probable que tuviera ese objetivo. ¿Cambió el 11-M el resultado electoral del 14-M? Sin la menor duda, pero no por el atentado mismo, sino debido a su pésima gestión por el Gobierno y al aprovechamiento poco leal y menos escrupuloso que la oposición hizo de ello. ¿Estuvo la organización terrorista ETA en algún punto, siquiera muy lateral, del planeamiento del atentado? Me parece más que altamente improbable, por decirlo con suavidad y para que nadie se moleste. La cuestión de fondo es la pretensión dogmática e ilegítima de negar a los que opinan otra cosa, y sobre todo a los medios informativos, el derecho a opinar e investigar en esa dirección, como en cualquier otra. No se trata de “dejar actuar a los Tribunales”, que para nada necesitan que les dejen actuar, porque les sobra legitimidad, capacidad, autoridad y medios para ello.

Lo que quiero decir, como conclusión, es que el terreno de los hechos se agota en la instrucción del sumario, el desarrollo del juicio y la sentencia que en su momento se produzca por parte de magistrados muy dignos e independientes. Pero, y esto es aún más importante, las conclusiones judiciales y ni siquiera la sentencia que se dicte y será obligado acatar, agotan o limitan el espacio de la libertad de expresión. Con perspectiva democrática la libertad de expresión prevalece incluso sobre la Justicia, porque puede fallar ocasionalmente ésta –como cualquier otra organización, estructura o decisión humana– y subsistir la democracia. No así en cambio si se coarta, limita o restringe la absoluta extensión del derecho esencial de todos y cada uno de los ciudadanos a la libertad de expresión, que no es sólo el derecho a informar y ser informado, sino aún más importante, el derecho a opinar y difundir opiniones libremente sobre cualquier tema.

Como se que hay contenidos crípticos en este comentario, intentaré aclararlos acudiendo, por entre las brumas del pasado, a frases de un gran tribuno republicano español, no precisamente conservador, sino radical socialista, y que tienen incómoda y  sorprendente actualidad: “El jacobinismo francés, contra el que en vano luchan los girondinos –buenos, verdaderos liberales–, es romanismo puro. Este predominio de la democracia sobre el liberalismo es lo que explica la facilidad con que los pueblos de nuestra raza, incluso Francia, han soportado todas las dictaduras y se han conformado con las más vanas y pomposas declaraciones de derechos (…) Los llamados derechos individuales –eje de toda la historia política de Inglaterra– nos importan sencillamente un rábano”. De todos los derechos individuales, conviene repetirlo, el primero, principal, soporte del edificio democrático, es la libertad de expresión, incluso para lo que no nos guste escuchar. El 11-M supura jacobinismo, esa es la verdad.

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