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Miguel Angel Granados

La violencia contra las mujeres, otro cáncer social

La violencia contra las mujeres, otro cáncer social

La violencia en contra de las mujeres tiene tantas caras como facetas sociales y roles pueden darse en las relaciones heterosexuales, en un sentido amplio. En el caso de nuestro país es perceptible la existencia de actitudes nocivas para el desarrollo pleno de la mujer en todos los ámbitos de la vida social, como una apoteosis de la tradición sexista a favor del hombre, producto cultural execrable que deriva en buena medida del sincretismo que caracteriza al pueblo mexicano.

Sin embargo, el gran cáncer de esta situación deplorable, tiene su etiología no sólo en las raíces subculturales del machismo, sino también en la familia, en cuyo seno se ha fortalecido la desigualdad de condiciones que sufren las mujeres; en nuestra concepción la violencia vas más allá del daño físico a que está expuesta la mujer y que efectivamente es altamente significativo en nuestro medio; pero hay otros daños que no se curan y dejan cicatrices en el alma, a veces, imposibles de ser superadas.

Nos referimos al daño psicológico y emocional que puede ser parte de la cotidianeidad de las mujeres, tanto en el seno familiar, como en su vida de parejas, e incluso en el contexto laboral.

La mujer es tan valiosa como el hombre, en ambos encontramos una esencia común de la que podemos generar una explicación más profunda, que efectivamente linda más en el campo de lo filosófico que de la realidad, lamentablemente.

La mujer y el hombre son entes bio-psico-sociales, únicos e irremplazables, con un valor intrínseco e infinito. Del sentido estrictamente biológico de la mujer y del hombre queda evidencia en su esencia somática, es decir, se trata de una característica consistente en estar dotados de un cuerpo con vida, en el que se manifiestan funciones orgánicas, las cuales sólo se distinguen de los demás seres vivos por su complejidad y sofisticamiento. La mujer y el hombre, al igual que cualquier otro ente vital, nacen, crecen, se desarrollan, en algunos casos también se reproducen y culminan su ciclo con la muerte.

Por lo que hace a la esfera psicológica de la mujer y el hombre, ésta se encuentra referida a la capacidad racional, donde radica la aptitud de pensar, hacer juicios, razonar y hacer uso de la inteligencia; a su vez, esta esfera se hace patente a través de tres aspectos relevantes: lo intelectivo, vinculado estrictamente con la capacidad de razonamiento; lo volitivo, que se traduce en la potestad de producirse en forma espontánea y de decidir frente a cualquier fenómeno o circunstancia; lo emotivo, donde podemos encontrar lo relativo a los sentimientos, las pasiones y las emociones de que pueden ser creadores la mujer y el hombre.

En contraste, la esfera social se entiende como esa disposición de vivir con sus semejantes que tienen la mujer y el hombre y que les lleva a ordenar y reordenar sus necesidades e intereses, a partir de esa vida en colectividad. La naturaleza gregaria de la mujer y del  hombre, los lleva a una necesidad de agruparse con sus semejantes. Lo anterior justifica incluso hasta las más rústicas formas de asociación que el hombre ha experimentado a lo largo del devenir histórico.

Hemos afirmado que el hombre y la mujer tienen un valor. Desde la perspectiva axiológica, el ser humano tiene ínsito un valor por el sólo hecho de contar con tal calidad, lo cual resulta irrebatible e incuestionable a los ojos de nuestro tiempo. Su valor es intrínseco porque no depende de un intérprete valorativo, sino que la misma naturaleza humana lleva implícita esa carga axiológica; es infinito porque no es mensurable ni cuantificable, además de que no admite cortapisas espacio-temporales.

La unicidad del ser humano se basa en que no existe otra persona igual a cada uno de los hombres que existen y que han existido en toda la historia del hombre como habitante de este planeta, ello en conexión con el aspecto psicológico del ser humano que le marca y le hace completamente diferente, sin que sea posible pensar en dos sujetos idénticos en todos los aspectos; si bien es cierto que pueden existir afinidades muy arraigadas entre mujeres y hombres, también lo es que cada uno conserva peculiaridades que van a marcar pautas distintivas.

Como consecuencia de lo anterior, se considera a la mujer y al hombre como irremplazables, al no existir quien pueda ocupar su lugar en cualquier contexto, dadas las diferencias que necesariamente se dan entre cada individuo, por tanto no hay sucedáneo perfecto.

De todo lo anterior es fácil colegir que no existen diferencias entre mujer y hombre, más que las inventadas por las culturas machistas que han trascendido a lo lago del tiempo y que han logrado permear en la familia, convirtiendo a la desigualdad en algo completamente natural e intrínseco a la sociedad mexicana.

Este es el punto de partida para entender las aristas de la violencia contra la mujer: una desigualdad con raigambre cultural y un conformismo familiar extraviado en una tolerancia aberrante, que de repente se antoja radicada en aspectos genéticos. La mujer no tiene vocación para la sumisión, es una distorsión de la verdadera fuerza femenina, que no tiene diferencias con el hombre, es éste el que las ha creado a su conveniencia.

Con base en lo expuesto ya, podemos afirmar que existen dos líneas básicas de la violencia contra las mujeres: por una parte la violencia física que deriva en un daño somático o corporal, infligido a través de golpes y maltrato de parte del hombre, o incluso de otras mujeres que abusan de su nivel jerárquico en una relación familiar, consanguínea, civil o por afinidad; por otro lado, la violencia moral, cuyos efectos resultan en muchas ocasiones devastadores e irreparables para la víctima, esta forma de violencia se manifiesta fundamentalmente a través de la comunicación verbal y no verbal, sin generar algún contacto físico, las heridas se hacen en la autoestima y en la autovaloración de la mujer, lo cual se traduce no sólo en palabras hirientes y denostadoras, sino en actitudes, desdenes, menosprecios, ninguneos y agresiones a través de instrumentos kinéticos, mímicos y proxémicos.

La mujer enfrenta cotidianamente una serie de andanadas machistas, que van desde la frase ofensiva exaltando sus atributos físicos, o la falta de éstos, hasta el feminicidio, sin que necesariamente asumamos que en todos los casos se trata de un problema de género, pero sin soslayar la posibilidad de la vinculación del tema con esa percepción de la desigualdad entre seres humanos, por cuestión de sexo.

Al parecer resulta que el problema se encuentra plenamente identificado y el siguiente paso es la búsqueda de soluciones y de alternativas que den pauta a la igualdad social y a la consecución de los fines que las modernas formas de organización jurídica y política se han fijado antaño. El bien común, como derrotero del Estado, parece estar muy lejos de lograrse a partir de las experiencias sociales en el tema de la discriminación y de la violencia contra las féminas.

Nuestra realidad nos sigue mostrando circunstancias anacrónicas y retrógradas que han caracterizado a nuestra sociedad y que el advenimiento de la mueva centuria no fue suficiente para generar las rupturas culturales que se requieren para hablar de una verdadera civilización; la igualdad es un elemento esencial para entender a las sociedades modernas y a los sistemas políticos con pretensiones democráticas, parte del esfuerzo debe estar abocado a desterrar las prácticas de sobreprotección que se convierten en discriminación positiva. No existen las mujeres desvalidas, sino las que está conscientes de su realidad equitativa y las que siguen enclaustradas en el gran engaño de las diferencias sexistas.

Nada justifica la violencia en general, pero si esa violencia es ejercida en contra de las mujeres, socialmente hablando se tiende a satanizar y a reprobar esas conductas, sin que esté muy claro el origen de esta actitud compensatoria. Esta es otra de las asignaturas pendientes en la agenda de la lucha por la equidad de género, porque el excesivo paternalismo finalmente no deja de ser un producto del machismo y una manera de poner de manifiesto una debilidad que sólo existe en la imaginación de los chauvinistas trasnochados.

Es importante también destacar que las aristas de la violencia contra las mujeres antes descritas, en muchas ocasiones se presentan de manera simultánea y representan en su conjunto la manera más agresiva  e indignante de trato hacia las mujeres. Los números que arrojan los diversos ejercicios estadísticos que se han hecho tanto por organismos gubernamentales, como por la sociedad civil, dan cuenta de un panorama aterrador y que urge a la sociedad en general a actuar en forma inmediata. No sólo la muerte física es la que debe llevarnos a actuar, sino también la muerte moral que se refleja muchas veces en suicidios o aislamientos absolutos por parte de las víctimas de la violencia.

El Estado, a través de sus diferentes órganos y niveles de gobierno, tiene la delicada y complicada tarea de sentar las bases para la transformación social a través de un involucramiento directo y un ataque frontal a las actitudes denostadoras del rol de la mujer en nuestro país.

La mujer tiene derecho a que se le trate con dignidad, a que le sean respetadas sus garantías constitucionales, a hacer efectiva la igualdad preconizada por al artículo cuarto de nuestra Constitución Política, que consagra desde el primer día del año de mil novecientos setenta y cinco la existencia de una igualdad del hombre y la mujer ante la ley, que sólo se tradujo en más obligaciones y menos derechos.

A más de treinta años de distancia de la lucha femenina por la igualdad y la desaparición de las inequidades sociales, parece aún distante el momento de poder decir que realmente se ha logrado una sociedad justa e igualitaria, no sólo por las trabas culturales que ya hemos señalado, sino también en parte por la carencia de un esquema educativo que coadyuve en esa necesidad de inculcar en cada niño la semilla del respeto hacia los demás, no sólo a la mujer, sino a los ancianos, a la naturaleza, a la vida misma.

No obstante todos los obstáculos que pudieran existir en torno a este desideratum, podemos afirmar que México tiene a grandes mujeres comprometidas con sus ideales y con su patria, que gracias a esas heroínas anónimas que deambulan por las calles, silenciosas y humildes, pero dignas y orgullosas de ser mujeres, gracias a ellas podemos aspirar a mejorar el panorama social.

Es mentira que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer; a lado de cada gran ser humano, seguramente hay otro gran ser humano, sin pugnas de género o absurdas ideas de supremacía que sólo llevan a un desgaste infructífero.
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