Es tal el ruido político que hay en España que empiezan a pasar inadvertidas noticias de verdadero alcance social y económico. Es el caso de la reducción del paro. El problema ya no está en si el Gobierno no logra poner en valor un dato tan positivo, sino en que algo así quede excluido del debate del futuro. A veces da la impresión de que España ha hecho una buena política económica, cuyos resultados están a la vista, y que ahora ya nos podemos dedicar a otras cosas.
España tiene más de 20 millones de personas trabajando sin que llegue a dos millones el número de desempleados, debido a un modelo económico capaz de generar un fuerte y acelerado crecimiento. La foto fija, con un paro del 8%, una progresiva incorporación de la mujer al mercado laboral y los contratos indefinidos creciendo, es buena y puede permitirle sacar pecho al ministro Caldera.
Pero existen riesgos sobre los que no se está debatiendo en un país monotemático. El modelo económico tiene sus debilidades -depende en exceso del ladrillo, el turismo y el consumo interior- y, como cualquier otro, no es ajeno a los ciclos, de ahí la necesidad de ir diseñando ciertos ajustes. Uno de los problemas puede estar ligado a la inmigración, cuyo empuje también tiene mucho que ver con el crecimiento económico y con el empleo. España pudo soportar, durante muchos años, tasas de paro elevadísimas gracias a su cohesión social y al papel de la familia. Pero si la economía española pierde algo de fuelle desaparecerán muchos empleos de baja cualificación, que son a los que están accediendo miles de inmigrantes, con los consiguientes efectos sociales. A pesar de que seis de cada diez empleos creados en 2006 los han ocupado extranjeros, resulta que hay cada vez menos españoles en paro pero no así extranjeros.
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