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Sin dirección ni armonía

Sin dirección ni armonía

Disfrutaba el martes, en el auditorio de Madrid, las espléndidas interpretaciones de la London Philharmonic Orchestra, dirigida por el entrañable maestro ruso Gennadi Rozhdestvensky, pianista y antiguo director principal del Bolshoi, cuando el siempre fascinante espectáculo de la armonía que resulta de los numerosos y dispares instrumentos de una filarmónica me obligó a pensar que ese genio de la armonía es precisamente lo que ha desaparecido de la vida política española. La batuta se mueve con la mano, pero consigue su efecto porque viene manejada desde los más sutiles recovecos del cerebro. Se tiene hoy la sensación, por vez primera desde el inicio de la actual etapa democrática, de que la mano que mueve la batuta de la política española recibe impulsos intensamente inarmónicos.

Aún peor que sentirse arrastrado en dirección equivocada es la sensación de que no hay dirección, ni norte, ni brújula, ni sentido de Estado, ni otra cosa que oportunismo de vuelo bajo, corto y sin mejor objetivo que la duración del vuelo mismo. No hay sinfonía. Quizá, el ligero recorrido por los cuadros de una exposición, cuando –por notables que fueran la luz, color y fantasía, incluso el virtuosismo si se quiere de Mussorgski– eran sólo diez ilustraciones de una suite pianística, antes de que los arreglos de Maurice Ravel lo elevaran a gran obra orquestal.

Volviendo a la política, no es precisamente este Gobierno un desecho de tienta. Aunque haya algunos ministros inverosímiles, como Moratinos, Magdalena Álvarez o Joan Clos, hay en el Gobierno figuras de muy primera categoría, como el sereno y riguroso vicepresidente Solbes, la activa y comprometida vicepresidenta Fernández de la Vega, el muy trabajador y honrado Caldera, el puritano y riguroso intelectual López Aguilar, el astuto e inagotable Pérez Rubalcaba, o el brillante técnico Jordi Sevilla. El elenco de maestros es bueno. ¿Por qué son tan pobres los resultados orquestales? Falla la dirección. El oportunismo y la armonía son incompatibles. Y se nota sobre todo en ese terreno resbaladizo que es la vertebración territorial de un Estado plural, y en el conflicto de mayor calado al respecto, que es el vasco.

El aprendiz de brujo ha querido manejar, como si fuera más listo que nadie, unas negociaciones profundamente asimétricas. Actúa igual otro aprendiz de brujo, el lehendakari Ibarretxe. No hay simetría en las negociaciones entre un Estado legítimo y una banda terrorista. No hay simetría ni siquiera en el entendimiento de la manoseada palabra “paz”. Zapatero parece dispuesto a ceder amplias parcelas del Estado a cambio sólo de apariencias de tregua, para mantenerse en el poder. Lo mismo que el nacionalismo vasco de Ibarretxe –que no es todo el PNV– no vacila en humillarse ante el grupo terrorista Batasuna por poco más que una dudosa clemencia.

Resulta curioso poner en su sitio eso de la “unidad de todas las fuerzas democráticas menos el PP” que repite tanto Zapatero. Que se sepa, tiene el respaldo agradecido y fervoroso de ERC, el más tenue y cauteloso del BNG y desde luego el de su “alter ego” Ibarretxe, pero mucho menos el del PNV, muy matizado por Imaz. Tiene desde luego el de Nafaroa Bai y el de algún otro grupo unipersonal, y el compromiso de izquierdas de IU, aunque a Gaspar Llamazares se le note en el gesto que le quema el clavo al que se agarra. Por otra parte, CiU, aún contribuyendo como siempre a la gobernabilidad del Estado, pone muchas cautelas y cada vez más, porque al fin y al cabo ya saben, en el “ecce homo” de Artur Mas, el valor que pueden dar a los acuerdos con Zapatero. Así que la llamada “unidad de todas las fuerzas democráticas menos el PP” se reduce a unos pequeños grupos en estado de necesidad, las cautelas del socio de Galicia, la opción “menos mala” para Llamazares y el reservado equilibrio de CiU en el respaldo a quien, en cada momento, lo necesite para mejorar la gobernabilidad del Estado. Y fuera de esa poco armónica “unidad”, nada menos que más del cuarenta por ciento de los ciudadanos.

¿Con tan menguada “unidad” se puede rozar siquiera algo tan sensible como el modelo territorial del Estado? Quizá se acerque el momento de una reflexión colectiva y dialéctica de la sociedad española en torno a esa ambición de las nacionalidades históricas que late bajo las rigideces, que fueron temporalmente necesarias, de la arquitectura constituyente de 1978. Me refiero al tránsito desde el Estado de las autonomías a un modelo de Estado unido pero configurado de manera plurinacional y plurirregional. Es la famosa “nación de naciones y regiones” de que hablaron, entre otros, Josep Tarradellas, el mismo que dijo entonces: “¿Nación o nacionalidad? Yo creo que Catalunya es una nación, pero no vamos a perdernos en palabras ni a pegarnos por ellas”. En última instancia, la indisoluble unidad de la nación española, que proclama la Constitución, sería compatible con ese diseño plurinacional y plurirregional en la medida –pero sólo en la medida– que incluyera la proclamación expresa de cada una de las partes de la voluntad de permanecer en el Estado español y sentirse concernidos e implicados en su gobierno.

¿Puede haber alguien tan loco o tan miserable que hable de estos temas con ETA? Hay que desear que no. Forma parte del compromiso democrático, de sus fronteras que nadie puede cruzar sin perder la credibilidad y la decencia, que sólo será posible hablar de los temas de estructura territorial con las fuerzas políticas integradas sin fisuras en las reglas de juego del marco constitucional, y sólo desde el día siguiente a que los resortes policiales y judiciales del Estado hayan terminado definitivamente con ETA.

Así están las cosas. Nada ver que con la dirección, sonriente y amable, pero coherente, sabia y firme de Rozhdestvensky, ni mucho menos con la maravillosa armonía de la London Philharmonic. En la dirección del poder político español de ahora mismo, después de casi tres décadas de plenitud democrática, sólo hay amabilidad torcida y sonrisa hueca, incoherencia, oportunismo, torpeza, debilidad… Incluso los mejores instrumentos desafinan. Incluso en la economía, y gracias a la prudencia y buen sentido de Solbes, se vive de las rentas del éxito del pasado cercano, pero tampoco esto puede ser eterno, y menos bajo el desestabilizador “tsunami” de corrupción y prácticas mafiosas que cruza el país.

España va mal, admitámoslo. Habrá quienes –como los etarras, batasunos, Ibarretxe y algunos pocos más– disfruten con esta situación y vean en ella un jardín de tentaciones y oportunidades. Pero la inquietud, la desazón, no es ya sólo cosa del PP y de su arriscada instalación en el monte, del que cabe esperar que bajará más temprano que tarde. La comparten gentes moderadas de la derecha y de la izquierda, empresarios honrados, centristas, nacionalistas sensatos. Quizá se acerca el momento de que gritar “¡barra, barra!”  como los ingleses cuando alguien cruzaba la línea que no debe ser cruzada. No las habrá, porque el talante llega hasta donde llega y no a dar la voz a los ciudadanos, pero ésta es una de esas ocasiones en que la decencia política y el bienestar del país exigen la única receta posible para que alguien tenga la oportunidad de recuperar la armonía. La receta se llama elecciones generales anticipadas. Serían un rasgo de coraje y un retorno a la decencia, gane quien gane.

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