Cuando se
pretende apoyar la candidatura de Córdoba como Ciudad Europea de la
Cultura para el año 2016, hay que tener en cuenta muchos argumentos que
nos sirvan para dotar de base tan loable empeño. Uno de estos argumentos pasa
por potenciar e incentivar algo tan genuinamente autentico como son los patios
cordobeses, y que tanto nombre y belleza aportan a la cultura y a la historia
de la ciudad, de la que forman parte inherente. Los patios cordobeses que en
los años treinta iniciaron su andadura para convertirse en arte, son hoy en día
un verdadero estandarte para el turismo que busca lo diferente, lo localmente
cotidiano.
Desde antiguo,
en mayo, Córdoba se viste de luz. Esa bendita luz del Mediterráneo, que en
época estival, aquí llega a penetrarlo todo, a esclarecerlo todo,
espiritualizándolo. Luz que es un estímulo para la vida interior, un frenesí
para la exterior, un deslumbramiento de la existencia humana, ante una
naturaleza que hace tangibles todas las visiones poéticas que se puedan
plasmar. Y el patio; la casa, llena de esa luz y sus sombras, nos da la medida
exacta de lo que es y significa para los cordobeses su patio. Los patios
cordobeses, como los de toda Andalucía, son originarios de las tierras de
Oriente, fieles testigos del paso del Islam, donde es costumbre adornar las
casas con enormes jardines de plantas aromáticas y surtidores de agua que
sustraen a sus habitantes del entorno árido que les rodea, haciéndoles vivir en
un vergel de ensueño.
Los patios cordobeses
se encuentran en las casas de la Córdoba antigua, entre calles
empedradas y tortuosas, estrechas muchas veces, y fachadas de aspecto
ordinario, envejecido, del barrio de las Costanillas, de San Agustín, de
San Pedro, del Alcazar viejo, que contrastan con la modernidad contenida del
interior. Cuando te acercas a la casa para golpear la aldaba, se te abre una
puerta que da paso a donde está esperando el patio; la parte más importante de
la vivienda, testigo de la vida de sus moradores, rico en verdor y en flores,
con buganvillas sobre el pozo, paredes salpicadas de platos y macetas,
mecedoras entre sombras y una mesa central donde se cuentan anécdotas, se toma
café o se juega a los naipes, mientras una fuente antigua susurra cánticos del
agua. En los balcones que dan a los patios, hay macetas y pájaros cantores, y
arriba, el cielo despejado, que, de noche, cubre las cabezas con ramilletes de
luceros.
¡En un patio
cordobés, un autentico jardín que incita al descanso, uno cae en la cuenta de
que allí se esconde la existencia misma. Con el ruido monótono y lento del
surtidor, entre la soledad de silencios perfumados, alterada por el zumbido de
los insectos que quieren disfrutar del esplendor de sus flores. El patio no
solo es objeto de admiración y detenimiento, es mucho más que eso, es la poesía
formal, sin efusiones, con la solidez de las rejas finamente labradas de sus
verjas que guarda celosamente el espíritu del cordobés, y con él, el secreto
del hombre de esta tierra; estoicos en sus planteamientos filosóficos como
Séneca, o poetas espiritualistas como Góngora, otro hijo de ésta ciudad.
El patio
cordobés está en calles de piedras gastadas por el paso de la historia, de
fachadas y muros de tierra carcomidos por los siglos que han ido pasando sobre
ellos. De espíritus arabescos que culminan en su mezquita. En calles donde las
noches de mayo se bañan de luz en una calma sedosa, de ensueño, que embriaga de
perfume cada rincón.
Córdoba no puede
entenderse sin sus patios, como Toledo no puede entenderse sin los suyos. Por
eso hacen bien en recuperarlos para el visitante las asociaciones que se
dedican a ello, como un reclamo que puede atraer a toda esa masa humana que
dirige sus pasos hacia otros lugares y que se pierde la sabiduría y
hospitalidad de los cordobeses. La Córdoba del siglo XXI ha dejado
perder su antigua identidad a favor de su vecina Sevilla, porque como sucede en
otros lugares, a fuerza de vivir en una ciudad museo, se solapa el concepto del
mismo y, lo que es peor, nadie parece hacer nada por recuperarlo.
Los cordobeses,
como sus patios, viven sobre un universo antiquísimo, de una extraña y poética
autarquía, mundo que nada busca fuera de si, que se da a todos, generosamente
abierto, pero que en el fondo permanece envuelto en el misterio, a caballo
entre dos mundos; el moderno y el de su propia historia, de el que forma parte
indisoluble.
Ismael Álvarez de Toledo
Escritor y periodista
http://www.ismaelalvarezdetoledo.com