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Sexo, mentiras, cintas de vídeo y algo más

Sexo, mentiras, cintas de vídeo y algo más

Por José-Miguel Vila
lunes 13 de enero de 2014, 10:18h
El título de esta columna es casi, casi el de aquella película norteamericana -por cierto, extraordinaria-,Sexo, mentiras y cintas de vídeo, que dirigió Steven Soderbergh (fue su ópera prima, filmada cuando solo tenía 26 años), que en 1989 podía verse en las pantallas españolas y que estuvo con nosotros unas cuantas semanas. Hazaña esta con la que colaboró la obtención -entre otros muchos premios- de la Palma de Oro de ese mismo año en Cannes. Si no la ha visto, o no la recuerda, se la recomiendo. Pasará un buen rato con cine fresco, inteligente y -curiosidad- hecha con un presupuesto que superaba con poco el millón de euros y filmada y montada en poco menos de dos meses.

Hoy sería prácticamente imposible una estancia tan prolongada en cartelera en 98 de cada 100 estrenos, tanto nacionales como extranjeros que, aún así, tienen la inmensa suerte de llegar a poder exhibirse en alguna de las pocas salas de cine que nos van quedando. Al mismo tiempo, sin embargo, también nos resulta infinitamente más fácil poder acceder a un título tan recomendable como éste, y sin salir de casa. Vaya lo uno por lo otro.

Pero quería hablarles de otro tema afín y mucho más serio, todavía. Con guión y desenlace absolutamente distintos, que hemos vivido en España y que podría constituir la segunda parte de otra película que, al igual que la primera, combina los tres elementos enunciados (sexo, mentiras y cintas de vídeo), pero con muy distinto tratamiento. Resulta que hace muy poco tiempo, en Jaén, un ladrón se introdujo en la casa de un, a priori, honesto ciudadano que después se comprobó que no lo era tanto. El hasta entonces anónimo vecino tenía en su casa varias cintas de vídeo con imágenes de abusos sexuales con todo tipo de prácticas aberrantes que él mismo protagonizaba con varios menores.

El buen ladrón

El ratero resultó ser mucho más honesto y honrado que el hombre a quien robó, porque, además de los aparatos reproductores de audio y vídeo, se llevó también consigo diverso material audiovisual. Su curiosidad no le permitió dejar de echar un vistazo al contenido de los DVD y cintas sustraídas y ahí fue donde sacó a relucir su deber de ciudadano y, una vez superada la sorpresa inicial, procedió a avisar a la policía, dejando un paquete con todo el material pornográfico debajo de un coche, con una nota en la que indicaba el lugar (calle, número, piso y letra) en donde había encontrado el material delictivo.

La policía no daba crédito a sus ojos al comprobar que, efectivamente, allí estaba el cuerpo del delito, el autor de los mismos y el camino más directo para detener al verdadero delincuente que, hasta ese momento, llevaba una existencia la mar de gris y anónima porque ejercía como entrenador de futbol sala con niños y preadolescentes, a los que captaba, inducía y amenazaba si no consentían en las prácticas despreciables que, además, grababa para su solaz y deleite posteriores frente al televisor.

Antes parecía que este tipo de prácticas aberrantes eran un producto casi lógico de una moral estrecha y mojigata de la que, al parecer, estaba teñida toda la sociedad española tras decenas de años sometida a las reglas alienantes y castrantes del poder, en una alianza férrea establecida entre los púlpitos y la autoridad civil, que trajo como consecuencia la fusión y la confusión de Iglesia y Estado. Vale, pero prácticas como estas eran menos frecuentes. O, al menos, tenían menor trascendencia pública.

Protagonizadas por canallas como el aludido, a juzgar por la frecuencia con que noticias como esta (en sus diversas variantes, claro está) saltan hoy a los medios, parece que no son fenómenos esporádicos y extraordinarios, ni que se puedan asociar a regímenes políticos más o menos abiertos, o a costumbres sociales más o menos liberales, sino que emergen en todo tiempo y lugar. Aún así, espero que no sean legión en nuestros días, en donde de libertad sexual no podemos quejarnos, a juzgar por los múltiples modos, demostraciones e iniciativas que todos podemos ver, en vivo y en directo, y bien de cerca, en nuestras ciudades y pueblos o, a través de los medios, en cines, televisiones y quioscos.

No se trata, ni mucho menos, de tener que encerrar a nuestros hijos en casita, y no dejarles pisar la calle hasta los 21 bien cumplidos. Tampoco de cortar internet, móviles, TV y hasta el teléfono porque allá por donde vayamos hay bastante de todo esto, pero habría que dar con esa especie de profilaxis moral que acabe de una vez por todas con sujetos que, saltándose todo tipo de normas, son capaces de trastornar de por vida a menores cuando los someten a prácticas tan deleznables como las que encontró enlatadas el buen ladrón jienense. Lo mismo esa profilaxis podría llamarse Código Penal, y la solución podría consistir en duplicar -al menos- la pena existente en el actual ordenamiento. Medidas así, acaso coarten esos impulsos de individuos tan despreciables como el miserable entrenador hoy ya imputado.
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