Y en el apoteósico primero de los dos conciertos de su 'Bye bye Ríos' en su querido Madrid, que le acogió con 17 años y al que homenajeó con sus 'Cosas que debo a Madrid', sí que
Miguel volvió... a demostrar que además de ser el rockero número uno también es el mejor directo que puede disfrutarse en España sin ninguna envidia a ningún 'show' de por acá ni por acullá -léase internacionalmente-.
Pleno de voz, de potencia, de matices, de registros, dominando y llenado con sus saltos y su energía el escenario -sin ninguna envidia, ¡quia!, a otro incombustible sesentón,
Mike Jagger- el granadino se ha rodeado de un grupo de excelentísimos musicazos que -destacando a la guitarra
José Orte y al piano y órgano
Luis Prado-, con él en vanguardia, ofrecen un sonido dynamico pero nítido, fuerte pero no agresivo, siempre seleccionando sonido instrumento por instrumento.
La comunión con las 15.000 personas de todas las edades que llenaron a rebosar el Palacio de Deportes madrileño fue total.Y así fueron llegando, a lo largo de casi tres intensísimas horas, un puñado de sus canciones ya eternas -todas coreadas por el público-, la banda sonora de varias generaciones: 'Los marginados del rock', 'Generación límite' -con
Jorge Salán-, 'Memorias de la carretera', 'Bienvenidos', 'El río' -con
Ana Belén-, 'Un caballo llamado muerte' -con
Gold Lake-, 'Al sur de Granada' -con
Amaral-, 'Santa Lucía' -con
Carlos Tarque-, la doblemente explosiva -por él y por su último acompañante, otro rockero casi sesentón e íntegro, su compositor:
Rosendo- 'Maneras de vivir' y un larguísimo etcétera.
Para el final, un Ríos emocionado y emotivo -como desde el principio del superrecital- pero con mucha medida y sin dejarse llevar por las lágrimas cantó, con el coro de lujo de todos los invitados, su himno de despedida 'Bye bye Ríos'. Y sí que hubo algunas lágrimas, algunos corazones oprimidos, alguna aguja en el esófago de muchos de los catecúmenos presentes ante su sumo sacerdote laico musical y olé.
Pero faltaba el himno/himno de verdad, el que lo puso arriba de las listas de éxitos planetarias, el de la alegría, en versión rockera, que fue su colofón de la noche, ya casi de madrugada. Adiós, como corresponde, agridulce: triste por no ver ya nunca sobre los escenarios al doble rey, del rock y del directo; alegre por el imborrable recuerdo de tanto disfrute que quedará en la memoria histórica musical y sentimental de este país. Hasta siempre, Miguel. Gracias, Miguel.