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La ciudad fantasma de los drogadictos

Hasta la sombra de los árboles se convierte en mercancía en Las Barranquillas

Nadie sabe cuántas personas deambulan todavía entre cascotes y jeringas por Las Barranquillas. Los últimos derribos del Ayuntamiento han convertido el poblado en un amasijo de escombros donde solo un puñado de casas de barro recuerdan que el negocio conoció aquí tiempos 'mejores'.
A las cuatro de la tarde, con la llegada del equipo Radar de la Agencia Antidroga, Las Barranquillas se despereza. Poco a poco, los zombies van acercándose al vehículo. Los más abnegados vienen a depositar las jeringuillas que encuentran por el camino en la papelera de la unidad: seis, siete, ocho ‘chutas’ usadas caen en el cubo cada pocos segundos.

Aquí nadie tiene nombre. “I. M., 25 del 9 del 61. Dame un par de chutas y tres gomas”. Jeringuillas y preservativos, estos últimos para comprimir el brazo a la hora de ‘ponerse’. “R. A., 22 del 6 del 78. Un vaso de agua y ácido cítrico”. Lo primero para venderlo ‘a domicilio’ por unos céntimos; lo segundo, para diluir la heroína. “Un limón podría tener hongos”, explica Raúl Pérez, miembro del equipo de Radar.

Todo es susceptible de convertirse en mercancía en Las Barranquillas. Desde el material gratuito que suministra la agencia hasta la propia sombra de los árboles, en verano, que se alquila por horas. O la ceniza de los cigarros: resulta útil como base en las pipas para que la droga no se escurra hacia abajo. José, un asturiano de 47 años que lleva 12 en Madrid, tiene una chabola de seis ladrillos de altura —“en teoría, así no me la pueden tirar, pero cualquiera se fía”— sobre un montón de escombros, junto a la carretera.

Los drogodependientes saben que aquí pueden encontrar el material que reparte el Radar por unos pocos céntimos y cigarrillos a 0,35, las veinticuatro horas. Sobre todo por la noche, cuando se van las unidades móviles y no hay permiso para acceder a la narcosala. Así José podrá reunir los 30 euros que le cuesta su medio gramo diario de dosis y, con suerte, uno o dos euros para comer. “La casa me da cierta seguridad”, dice mientras su gata bosteza en su hombro. La señala orgulloso: “Ella me caza las ratas”.

Tanto él como Joaquín, un joven de 32 años que bombea su propia sangre con una jeringuilla para aliviar la comezón de la mano —“los efectos secundarios”— estuvieron un tiempo tratándose con metadona en la narcosala, pero, aseguran, el ‘mono’ de esta sustancia “es mil veces peor que el de la heroína”, así que lo dejaron. Joaquín señala el camino: “Mi familia vive a 15 minutos de aquí”. A unos metros, una joven observa el ir y venir de la ‘carretera’. Es su puesto de ‘trabajo’, cerca de una de las casas de venta. Otros las limpian por dentro o arreglan averías para los narcotraficantes, todo a cambio de su dosis diaria.

La comida es otro cantar. Hoy Radar no tiene ‘meriendas’: hay que ir al otro dispositivo de la Agencia Antidroga, al otro lado del poblado. Pero a eso de las seis irrumpe otro vehículo en el camino: los evangelistas, que reparten bocadillos, zumos y yogures. La voz se corre como la pólvora y el poblado vuelve a animarse. Una enorme cerda husmea impávida entre los matojos que bordean la carretera. Nadie la mira. Radar se ha quedado tranquila por un rato y alguno aprovecha para hacerse una cura.

La Cañada como horizonte

Los históricos de Las Barranquillas pueden llevar hasta doce años sin salir para nada del poblado, aunque buena parte de aquellos 6.000 que a diario arribaban a este lugar en sus ‘tiempos de gloria’ se han desplazado a la Cañada Real, cerca de Valdemingómez. Incluso alguna de las familias más temidas se ha marchado ya a la nueva ‘meca’ de la droga, que está a un paso, girando a la derecha en la bifurcación del camino central; a la izquierda se llega a El Salobral. Todo está conectado.

Pero aquí la actividad no ha cesado. Solo por la tarde, Radar atiende a 130 personas. “Algunos vienen tres o cuatro veces al día”, añade Guillermo Silva, responsable del dispositivo. Y esas son las únicas cifras disponibles de la actividad actual del poblado: ni la propia Agencia Antidroga, ni la Delegación del Gobierno, ni la Policía, ni el Ayuntamiento se atreven a aventurar un solo dato sobre los que quedan allí.

A pesar de las enormes hileras de despojos que jalonan el camino, las pocas casas de venta de droga que siguen en pie plantan cara a las excavadoras, al desarrollo de Valdecarros y a las promesas municipales de desmantelamiento. La conductora de Radar mira los escombros de soslayo y murmura para sí: "El día en que desescombren todo esto, aparecerán muertos a punta pala”.
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