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¿Hasta cuándo, Esperanza, abusarás de nuestra paciencia?

La pregunta, realmente la queja, la podemos compartir los que militamos abiertamente en la oposición a Esperanza Aguirre y muchos de los dirigentes del Partido Popular, con Mariano Rajoy a la cabeza. La señora Aguirre traspasa día a día los límites soportables del populismo que da vida a su actuación política. Todo sirve a sus propósitos de destacar como la lideresa del sector más radical del conservadurismo y dejar fuera de juego al presidente de su partido.

Por una extraña asociación de ideas, en la pantalla del ordenador he imaginado una deliciosa escena de la gran película de Preminger, “Tempestad sobre Washington”. Es aquélla en la que el grupo de senadores que supuestamente respalda al presidente de los Estados Unidos, necesita todos los votos para sacar adelante el nombramiento del Secretario de Estado, y se ven en la precisión de despertar a un muy veterano miembro de la Cámara que dormitaba en su escaño. Como movido por un reflejo condicionado, el viejo senador se levanta y grita: “Me opongo”.

A su espalda, un compañero le explica: “Esta vez tienes que decir sí…”El resto lo conocen, seguramente. Esperanza Aguirre, aquella que salió entusiasmada de La Moncloa cuando Zapatero le expuso la financiación para Madrid, se despertó un día sobresaltada ante la idea, seguramente nacida en algún ámbito cavernario de los que frecuenta, de que pudiera terminar diluyéndose su imagen de azote al gobierno socialista –demasiadas fotos complacientes con miembros del ejecutivo, la habrán soplado- si aceptaba una propuesta que, siendo favorable para los intereses de los madrileños, agotara su discurso de confrontación. Y entonces tomó la delantera y predicó a gritos que diría no. Con la boca pequeña añadió: “salvo que la dirección del PP indique otra cosa”.

Ya sabía, naturalmente, que Rajoy había indicado-sugerido-ordenado la abstención. A doña Esperanza el fondo de la cuestión, seamos sinceros, no la importa en absoluto. No sabría explicar las cifras en discusión. Lo único relevante para sus designios era marcar diferencias con un Rajoy que la empuja al destino de defender su futuro en el territorio de la Comunidad, donde empieza a no sentirse cómoda. Lo ha conseguido durante unas horas. Hasta que la obscenidad de su gesto ha sido descubierto. El farol estaba claro y los jugadores conocen de memoria sus trucos. El órdago era ponerla en disposición de decir no y conminarla a seguir administrando las necesidades de más de seis millones de ciudadanos con las bases establecidas por el tándem Aznar-Beteta. Y ahí ha tirado sus cartas. Pero ha sido incapaz de aceptar la realidad con elegancia. Su sonrisa, la que exhibe cuando acepta gustosamente los mimos del adversario, se desvaneció y recuperó la agresividad inherente a su ambición.

Los madrileños, pese a ella, podrán disfrutar de mejores servicios públicos, sobre todo cuando no sea ella quien administre los recursos-y eso es lo importante-, pero es comprensible que pensemos también en clave de política nacional. Ahí es donde, inevitablemente, aparece la figura de Mariano Rajoy, acosado por las sombras de Camps, Bárcenas y la troupe madrileña de los espectáculos Correa. Ahora, de nuevo, por la de Aguirre. Tal vez recuerde la Ley de Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá mal. Y si además puede empeorar, lo hará”. Traducida al refranero español: “Éramos pocos y parió la abuela”.
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