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Seis claves interpretativas sobre la política de la envidia

“La envidia no es otra cosa que una actitud despreciable cuyo fondo es un rencoroso reconocimiento al mérito”. Como el ácido que carcome las superficies blandas e irrita la piel más fina, el envidioso intenta menospreciar los esfuerzos ajenos, a fuerza de resentimiento. Así lo había comprendido William Shakespeare, plasmando sus críticas en la tragedia de Otelo, donde el imperio de los celos arrastra a cualquier ser humano hacia la locura, al extremo de provocar delitos y asesinatos. Otelo es víctima de la insidia. Su corazón duda, fruto de las calumnias que habían sido sembradas por sus enemigos, disfrazados de consejeros.
Las mentiras hacen que Otelo imagine la infidelidad de su amada. Quienes lo rodeaban, solamente envidiaban su valentía, matrimonio y privilegios; los verdaderos traidores era aquellos que, por la espalda, difundían cobardemente todo tipo de infamias para echar a la basura el incondicional amor de la esposa de Otelo. La envidia se convierte, de esta manera, en el sentimiento más irresponsable de aquellos que se ven aplastados por la sombra de grandes obras o personajes.
Criticar la envidia constituye una oportunidad para develar lo absurdo de dicha actitud, al mismo tiempo que identificar la improductividad de la misma, en una sociedad donde la meritocracia debería contribuir eficazmente al desarrollo de toda la colectividad.

Uno: la envidia es un arma, utilizada por aquellos que no están acostumbrados a mejorar sus propias cualidades.

Las estrategias del envidioso representan una coartada para no superar sus propias limitaciones o para rechazar la posibilidad de abrirse hacia nuevos rumbos. Tal como lo había explicado el filósofo Federico Nietzsche, los mediocres no son del todo tontos. Dándose cuenta de sus debilidades y envidiando a los hombres meritorios, son lo suficientemente astutos como para ascender, solamente poniendo en práctica la confabulación en contra de los otros. En este caso, la mentira busca desprestigiar al individuo talentoso minusvalorando sus acciones porque, además, es un pretexto fácil para convertir al envidioso en un personaje sin el más mínimo esfuerzo por cualificarse y por competir en una arena donde haya que demostrar hasta dónde uno puede salir adelante, por medio de sus aptitudes personales.

Dos: la envidia es la incapacidad de reconocer los propios errores, condenando al exitoso por el hecho de haber conseguido más méritos.

Esta es, quizás, una de las aristas más afiladas de la envidia pues, llegado el momento de comparar los productos más visibles a los que han llegado una empresa, una fábrica o las obras de un autor. El envidioso rehúsa aceptar sus errores en caso que los haya cometido. Si un producto salió mal por su culpa, esconde su responsabilidad y condena al obrero más diestro, acusándolo de haber sido favorecido por el jefe o por alguna ficticia prerrogativa, porque jamás reconocerá el esfuerzo ajeno.
Simultáneamente, este es uno de los lastres más preocupantes para el trabajo en equipo en una empresa que busca la calidad total. Los individuos que niegan sus errores, evitan rectificarlos y, encima, se preocupan cómo desbancar a los mejores funcionarios a través de la insidia, representan influencias negativas que fácilmente se expanden como un contagio.

Tres: la envidia es el temor de ser reemplazado por otro mejor que el envidioso.

Este temor evita aprender de los otros porque tampoco se acepta que los competidores puedan aportar. La competencia es entendida como una ofensa personal donde los méritos, habilidades y logros objetivos son vistos como agresiones para quitar el trabajo, el puesto o el pan de la boca al mediocre. Así se apela a un falso sentimentalismo donde el envidioso recurre a las autoridades de la empresa o la oficina para menoscabar las consecuciones del talentoso, bajo el pretexto de una familia pobre, numerosa o algún problema personal que jamás será explicitado. El resultado inmediato es el bloqueo de toda predisposición para aprender de las contribuciones que ofrecen los demás.

Cuatro: la envidia, llevada a sus extremos, provoca una obsesión que podría terminar haciendo mucho daño.

Esto es muy notorio en los escenarios de la política; aún a pesar que todos los hombres y mujeres somos más o menos envidiosos, como afirma el filósofo rumano E.M. Cioran en su ensayo Escuela del tirano, “los políticos son completamente envidiosos. Uno se vuelve envidioso en la medida en que ya no soporta a nadie ni al lado ni arriba”. Solamente así se puede entender por qué la lucha política, en el fondo, se reduce a una serie de cálculos y maniobras frías para asegurarse que la eliminación de los adversarios o enemigos tenga éxito.
Estas actitudes nos acercan al corazón del sentimiento envidioso el cual rinde pleitesía al siguiente razonamiento: “hay que empezar por liquidar a los que, desde el momento en que piensan con arreglo a tus categorías y a tus prejuicios y, además, han recorrido a tu lado el mismo camino, sueñan necesariamente en aplastarte o abatirte”.

Cinco: la envidia es una de las expresiones más desastrosas de la intolerancia.

En la mayoría de los casos, el envidioso también tiene ambiciones pero éstas se convierten en una droga que lo convierte en un demente potencial. No busca cultivar su propia personalidad en función de la superación, sino que, mientras más exaspera el apetito de poder, más se preocupa por frenarlo en los demás. Desde este momento, la voluntad sólo se mueve para hacer el mal utilizando cualquier instrumento a disposición. El envidioso se convierte, por su propia siembra, en un dictador cuya predilección es la tiranía.

Seis: la envidia destruye toda posibilidad de establecer vínculos de confianza y compromisos mutuos.

La necesidad de construir un espacio en el que se desarrollen la confianza y el compromiso, no solamente necesita de un proyecto colectivo y una inclinación para trabajar con sinergia. Ambos recursos: confianza y compromiso, nos acercan a una riqueza en la que es posible lograr objetivos éticos muy específicos, donde las acechanzas por envidia son un clavo incrustado en el zapato.
A través de la posibilidad de confiar en un amigo, en una ilusión o en un amor – lejos de la amenaza de los celos y la envidia – se abre un horizonte donde uno mismo puede imaginarse conquistando el mundo. Entregar y reconocer el compromiso con los otros, no expresa la renuncia a nuestras propias expectativas, sino que es el puente para acercarnos a una dimensión de afectos con los que trabajamos y convivimos.
Esto es lo que nos reconcilia con la necesidad de hacer promesas y luchar por cumplirlas pero, sobre todo, el compromiso y la confianza nos envuelven con una energía en la que nuestro sudor cae gota a gota en medio del surco que está listo para ser fecundado. La simiente es colocada en la tierra labrada por el esfuerzo propio y esto es lo mejor que debemos apreciar.
La envidia no contribuye, para nada, al logro de metas y objetivos. Si bien la sociedad es, como afirma el filósofo español Fernando Savater, “un pacto mutuo de vanidades controladas y disimuladas”, cuando la gente con capacidad y talento rompe el disimulo al mostrar lo que puede hacer, esa gente es perseguida sin misericordia por el caudal turbio de la envidia. Empero, los envidiosos no se dan cuenta que, cuanto más condenen a sus competidores, más expuestos están a ser descubiertos en su propia traición y a joderse como

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