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Montevideo, enero de 1959

Montevideo, enero de 1959

Por Manuel Suárez Suárez
martes 05 de enero de 2021, 10:43h

El primero de enero de 1959 llevaba viviendo en la capital uruguaya poco más de un mes ya que había desembarcado el 27 de noviembro de 1958. Creo que tener cinco años ayudó mucho a que enseguida fuese un niño más (un botija) en aquel lugar lleno de alegría. Hai que reconocer el acierto de mi padre en hacerle caso a su amigo Ramón de Castromil que fue quien lo empujó a embarcar en el “Castel Bianco” en 1955. Siendo los dos herreros y muy buenos amigos, deciden asociarse para abrir en Torelo (Vimianzo) un taller. Eran tiempos en que los labradores iban subsistiendo pero con poco excedente para comprar nuevas herramientas de labranza y aún faltaba para que el metal dejase atrás a las tranqueras de madera. Ramón escribe diciendo que en Montevideo, los herreros, podían elegir donde ofrecer sus servicios porque había mucho trabajo.

En mis primeros minutos del año nuevo de 1959 en la vereda de la esquina de Pantaleón Artigas e Ipiranga (en el barrio de Aires Puros) quedé asombrado al mirar para un cielo que semejaba una efímera cúpula en la que los dibujos de hermosos colores eran de fuego y pólvora. Durante un cuarto de hora el ruido y el humo de las bombas me hicieron sentir como si estuviese en medio de un fogón del que formaba parte. Hay que subrayar que allí el verano es muy caluroso pero yo tenía “championes” (el calzado deportivo era así denominado por la influencia de la marca estadounidense “Champion”) y también una “remera” (“Polo”) que me permitía una libertad de moviminto que no tenía en mi aldea de Tines ya que, casi siempre, iba con más ropa.

Casi puedo asegurar, aunque ya pasaron unos años, que el Día de Reyes firmé mi incorporación sin condiciones a aquel espacio llamado Montevideo. No sabía que vivía en un nuevo “país” y tarde tiempo en entender que residía en la República Oriental del Uruguay pero estaba enteramente satisfecho con el cambio. Aquí juego toda la tarde debajo de unos árboles llamados paraísos sin tener que preocuparme de embarrar los zuecos. No se la cantidad de metros recorridos el seis de enero en mi coche rojo con rayas horizontales blancas, pintadas a ambos lados de la parte delantera. La calle Pantaleón Artigas tenía una pequeña bajada en dirección a Propios (Bvar. José Batlle y Ordóñez) que venía muy bien para mis pedaleadas. Aquel coche era maravilloso y también la pista de circulación. Este vehículo superaba en mucho al triciclo que me hiciera mi padre antes de embarcar y con el que chocaba en las piedras del camino que pasaba por delante de mi casa.

Fue en este mes de enero cuando descubrí que en Montevideo hablaban un poco diferente. Eran muchas las palabras que no entendía. Había recibido unas pocas clases intensivas de la hija de Ramón de Castromil (Merceditas) que sabía mucho de escribir, dibujar, pintar y de José Artigas.

Una tarde en la que estaba jugando con Josengo (un niño de mi edad que vivía en mi edificio de apartamentos) haciendo varios pocitos debajo del paraíso para enterrar a los coquitos que caían; veo que por la calle pasa un caballo que va tirando de un carro repleto de latas y vidrios. La vista del caballo me emociona. Era el primero que veía desde que dejara la aldea y supongo que me recordaba al de mis abuelos. Entonces, lo señalo y le digo a Josengo con expresión de alegre sorpresa: ¡Un cabalo! Mi compañero me escucha y sale corriendo para la entrada de los apartamentos y va gritando: ¡Mamá! ¡Mamá! Manolito dijo cabalo, no sabe decir cabayo. Quedé muy sorprendido y nunca me olvidaré de aquel día. Quizás fue cuando comprendí la importancia de las palabras en la configuración de una identidad. Aquel cabayo me hizo entender que yo venía del otro lado del mar.

[Manuel Suárez Suárez]

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