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El carnaval de los Goya

Por Ismael Álvarez de Toledo
lunes 08 de febrero de 2016, 16:09h

No es fruto de la casualidad que coincida la entrega de premios del cine español con la celebración de la fiesta pagana del carnaval. Podría decirse que lo uno va con lo otro, pues el esperpento, la comicidad, y las máscaras, alternan de igual manera sobre el escenario de las vanidades, que en la propia calle. Si bien es cierto, que resulta mas gratificante la diversión que proporciona el espectáculo del teatro Falla, de Cadiz, o los desfiles de carrozas por las calles de Tomelloso, que el aforo de progres, vanidosos, rencorosos, perro flautas -vestidos de limpio- y toda una seudo-fauna humana, aplaudiendo, en la misma medida y con el mismo ímpetu con que más de uno apuñalaría a los galardonados.

Los premios Goya del cine español representan a la sociedad civil misma y, como en el carnaval, reúnen bajo un mismo prisma, y tratadas de manera inseparable, las dos facetas que mejor definen al ser humano: la hipocresía y la envidia. Y no es que me importe sobremanera lo uno y lo otro, pero me fastidia hasta términos insospechados, la falta de pudor de unos señores y señoras, que por el hecho de aparecer en una pantalla grande, como parte de su trabajo, se sienten con el derecho de criticar, opinar, desdecir y calumniar, en público, lo que no son capaces de mantener en privado. Algo parecido a lo que sucede con el personaje que utiliza una máscara en los días propios del carnaval, para desinhibirse y hacer gala de aquello que mantiene oculto a los ojos de los demás el resto del año.

Los premios Goya, que emulan a certámenes similares en otros tantos países europeos, no podrán ser nunca de la pompa y boato que puedan tener aquellos, porque en España son los propios miembros del mundo cinematográfico, los que desvirtúan la calidad e imagen que debe tener cualquier galardón destinado a premiar un trabajo, sea cual sea, aunque solo impere el buen rollo entre colegas. En España los premios Goya se deberían hacer a puerta cerrada, como se otorgan tantos y tantos premios de mayor o igual relevancia, o si no, hacerlos coincidir año tras año con el carnaval, y así no parecería tan extraño ver disfrazado al personal de algo que no son, que tampoco quieren ser, y encima hacerlo a través de los medios de comunicación para espanto de televidentes.

Los actores en España -mucho más que las actrices- hacen gala de lo chabacano para llamar la atención. Si uno sube al escenario para recibir un premio vestido con smoking, parece congratularse con el gobierno de turno o con los miembros de la academia, y pasa desapercibido. Por eso, lo suyo es llegar al escenario con la clara intención de desvirtuar la ceremonia, vestido de calle, como si fuese la entrega de un trofeo de petanca, y con ello, ser más progre que ninguno de los presentes, y si al paso, sale una proclama política de calado o actualidad, entonces uno ya es la leche. Se gana el derecho a salir mencionado en la prensa del día siguiente, incluso que algún director se acuerde del momento para llamarlo a protagonizar alguna película de bajo presupuesto, o hacerle miembro del club de fans de la familia Bardem. El caso es ser más moderno que nadie, que leche.

Muchos de los personajes que aparecen, una vez al año, en la entrega de premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, no representan al cine español. Pueden ser actores, actrices, directores, guionistas o público de relleno, pero con su aptitud y comportamiento no pueden ser jamás los representantes de un arte escénico que sirve de entretenimiento a los ciudadanos, con presupuesto del Estado, al que critican, y subvencionados hasta la saciedad, mientras utilizan los instrumentos que les proporciona la propia academia, para lanzar proclamas políticas fuera de lugar y ser adalides de causas que poco o nada tienen que ver con la ceremonia en cuestión.

La entrega de los premios Goya no es nada serio. Es una parte más del carnaval. De ese carnaval de las vanidades donde acuden todos los que no tienen un mundo propio. Donde, como en el carnaval, es necesario disfrazarse, para exteriorizar por unos días esa parte íntima que cada uno llevamos dentro, y someterla al criterio del público, para que al menos se nos reconozca por algo.

¿Será que la vida es un carnaval?

Ismael Álvarez de Toledo

periodista y escritor

http://www.ismaelalvarezdetoledo.com

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