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El coste político

Por Gabriel Elorriaga F
lunes 11 de enero de 2016, 15:31h

Al terminar la pasada legislatura España parecía una nación unida y económicamente fiable. Pero una mala estrategia política por parte del gobierno y de la oposición ha dado unos resultados electorales que dificultan el establecimiento de un poder ejecutivo firme, lo que supone un gran coste político que afecta sensiblemente a las aspiraciones de Rajoy y de Sánchezque, por el momento, no pisan un suelo sólido. Por si fuera poco, en medio de una situación de gobierno en funciones, se ha producido la transmisión de cargos en la Comunidad catalana entre Artur Mas y un tal Carles Puigdemont dispuesto a hacerse cargo, este último, de una Generalitat catalana económicamente exhausta y políticamente distanciada de cualquier origen electoral que justifique sus pretensiones independentistas, sin otra fuerza para seguir un procedimiento ilegal que la inercia heredada de quienes ya fracasaron en tal empeño. La intención previa de violentar la legalidad de un Estado democrático no parece que sea compatible con el derecho a tomar posesión de un cargo oficial que se inviste en nombre del Rey y de la Constitución. Esta anomalía es, desde un punto de vista mediático un acontecimiento que, aunque esté destinado al fracaso, constituye un síntoma de inestabilidad institucional en el peor momento imaginable para el prestigio de España.

España había pasado de ser un problema dentro de la zona euro a ser un ejemplo, de estar al borde del rescate a ser un país en crecimiento en medio de una Europa estancada. Las reformas laborales y financieras que no se habían abordado en las últimas décadas, por temor a su coste político, se habían realizado en grado suficiente para que mejorase la competitividad, las exportaciones y la capacidad industrial. Era la primera ocasión en que España salía de una recesión sin recurrir a una devaluación de su moneda. Por supuesto porque no teníamos moneda propia, sino el euro, a Dios gracias. No había sido necesario que el ladrillo liderase la recuperación de la economía, lo que era un síntoma de que no solo habíamos cambiado de situación sino de modelo. El consumo de unos ciudadanos más optimistas y la exportación tiraban del tren de la producción reduciendo el paro, aunque en cantidades y condiciones insuficientes para que el cambio fuese completo. El reajuste no había creado situaciones de violencia o malestar social y daba la impresión de que España era un país que caminaba sin grandes alteraciones políticas.

Pero ¡cuidado! ahí estaba esperándonos agazapado el previsible coste político que, por temor o incapacidad, no había sido detectado paralelamente a las reformas. Era el coste político originado por la ausencia de una pedagogía sobre el valor de la solidaridad y el sacrificio en tiempos difíciles y del valor de la unidad entre los territorios con factores diferenciales operativos. En conjunto estaba abandonado el campo ideológico como si se creyese que era suficiente la consideración del acierto tecnocrático en la conducción de los asuntos públicos. Este vacío ha pasado factura a la hora de las elecciones debilitando a los partidos con capacidad de gobierno y dispersando votos en favor de opciones sin claridad programática o con intenciones puramente demagógicas. El coste ha sido un clima de incertidumbre como consecuencia de unos movimientos de opinión que no eran inesperados pero que no se intentó modificar por ningún proceso convincente ni por la configuración regenerada y renovada de las candidaturas con que las grandes fuerzas políticas concurrirían a los comicios.

Ni se tomaron medidas contundentes para limpiar las contaminaciones producidas por la corrupción, ni se renovaron las cúpulas de los partidos ni del Gobierno, ni se defendieron sin complejos los valores de la unidad y de la reconstrucción del Estado, haciendo frente a la insolencia de los demagogos y de las renacidas banderías de las derrotas y fracasos históricos del pasado. Solo se confió en la capacidad de los ciudadanos para mirar por su bolsillo, sin tener en cuenta que no todos los ciudadanos tenían bolsillo por el que cuidar, y que muchos nuevos votantes carecían de experiencia para estar inmunizados frente a la demagogia y que otros eran capaces de cegarse por el odio hacia lo establecido, fuese cual fuese, por pasión insuperable entre quienes mastican el chicle del fracaso a través de los tiempos. Como consecuencia, España se encuentra, al comenzar este año 2016 en “punto muerto político” según la opinión del banco estadounidense de inversiones Goldman Sachs, por citar una entidad de esta naturaleza. El dinero huye de las incertidumbres como de la peste. Pero los ciudadanos que desearían librarse de las consecuencias de la incertidumbre no saben a dónde deben dirigirse para manifestar sus deseos de firmeza ante el espectáculo de unos líderes tibios y vacilantes.

Estamos, pues, en una mala situación que se va a mantener por un tiempo, hoy por hoy, indefinido. Como consecuencia de ese alto nivel de incertidumbre política, nuestro proceso ascensional comienza a dar síntomas de freno. Nos amenaza un paradón en un momento peligroso para nuestra economía que comienza a reflejarse en la bolsa, en las inversiones exteriores y en las oportunidades interiores, que se puede agravar, cada día, hasta producir daños irrecuperables si no se consigue un Gobierno sólido y un clima de confianza. El clima de incertidumbre es desproporcionado en relación con las consecuencias de los resultados electorales que, teóricamente, no han sido tan dramáticos, porque la suma de los grupos parlamentarios con antecedentes de lealtad constitucional es muy superior a cualquier otra combinación parlamentaria. Con 250 Diputados en un Congreso de 350 no habría nada que temer si existiese consenso en la estructura fundamental de nuestro sistema político. Pero, por ahora, esta es una hipótesis que no está garantizada en favor de ninguno de quienes pretenden instalarse en la Moncloa como si aquí no hubiese pasado nada. Hay que pagar un coste político y este coste lo tienen que pagar y lo están pagando Sánchez y Rajoy por lo desmedrado de sus apoyos electorales. Es cierto que, numéricamente, le corresponde pagar el precio antes a Sánchez que a Rajoy. También que la hipótesis de Rajoy –PP. PSOE. Ciudadanos– es constitucionalmente correcta mientras la hipótesis “progresista” de Sánchez supone la traición del PSOE al espíritu de la Transición en la que tan importante papel ha desempeñado, sometiéndose al caldo caótico de demagogos, separatistas, economistas del dislate y cuantas otras excrecencias puedan juntarse para la desgracia de España y de los españoles.

La propuesta de un gobierno de amplio espectro, dentro de la lealtad constitucional, por parte de Rajoy, es la buena. Pero el coste político que la dificulta no es por la propuesta sino por su pasado. La propuesta “a la portuguesa” de Sánchez es mala por los riesgos con que amenaza a la unidad de España, a la estabilidad de su sistema de convivencia y a su prestigio internacional. La suma de perdedores malavenidos es una propuesta impresentable y confiemos que desdeñable al producirse en medio de una crisis que afecta a la unidad del Estado. Pero hay que tener en cuenta que cuando se manejan ingredientes a la contra florece el odio compartido que hace extraños compañeros de cama en el juego político. Por ello, en este paréntesis, todo puede suceder, hasta lo peor de lo peor.


Por ello hay que preguntarse, ante lo desmesurado que puede ser el coste de un tropezón político ¿Es que no hay en toda España, después de cuatro décadas de convivencia cívica, un solo político que merezca el voto mayoritario del Congreso porque reúna en su persona las mínimas condiciones esenciales para presidir un Gobierno estable por consenso, aunque no se llame Sánchez ni Rajoy? Las condiciones mínimas son pocas. Lealtad a la Corona y a la Constitución. Conciencia de los compromisos internacionales a que se debe España por sus alianzas y como miembro de la Unión Europea. Conciencia del valor de la unidad nacional y de su defensa interior y exterior y de la seguridad jurídica como base del progreso económico y social. No haber estado cerca de focos de corrupción ni complicado en recientes luchas extremadas interpartidarias. Búsquese este mirlo blanco y paguen el coste político quienes deben pagarlo y no el pueblo español, el cual sentó en sus escaños a 250 diputados sobre 100 pensando en que se gobierne según más convenga a España y que, aunque no se satisfagan las expectativas personales de Sánchez ni de Rajoy, la resultante pueda ser compatible con lo que representan los dos. Que en el Parlamento predomine la representación de la unidad y el bien común y no la sumisión borreguil a los cambalaches numéricos de unos dirigentes. Y que un futuro Gobierno al servicio del Estado, ponga la unidad de España, la vigencia de las leyes y la solidez de su sistema como los objetivos permanentes del mandato excepcional que se lea conferido.

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