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España es unión

Por Gabriel Elorriaga F
lunes 23 de noviembre de 2015, 15:46h
Es un falso tópico decir que la unión hace la fuerza. No es cierto. Es la fuerza centrípeta de un destino, de una convivencia, de un proyecto, lo que provoca la unión. No es el acuerdo coyuntural de unos partidos lo que mantiene la unidad de España. Es la unidad de España la razón de ser y el origen de esos partidos, incluidos los que juegan a la contra como reacción regresiva.

Cuando las conductas de algunos exponentes de los actuales partidos provocan el despego y la desorientación de sus electores y la pérdida de popularidad, basta con que se manifieste la necesidad de defender la unidad del territorio y la igualdad de sus habitantes con la debida firmeza para que las ofertas políticas recuperen una imagen respetable y atractiva, por encima de sus lacras y deficiencias. Un concepto indeleble de españolidad es capaz de redimir a cualquier colectivo de sus errores pasados cuando se presenta dispuesto a luchar con eficacia para la continuidad histórica de la esencia común.

La fuerza existencial de España, tanto como herencia histórica que como amplia avenida hacia un futuro transitable, es tan potente que revitaliza a cuantos suman y debilita a cuantos restan, alegando particularismos paletos o escrúpulos monjiles incompatibles con la firme arquitectura del Estado. No es posible residir sin compromiso de solidaridad sobre una geografía clave de la cultura occidental, proyectada hacia África y América, puente y frontera, armada con una de las lenguas de dimensiones planetarias, con una toponimia que abarca la cintura de la tierra, con capacidad de inversión y de presencia en cualquier ámbito empresarial, y pretender hacer política pensando y discurriendo con la mentalidad y los límites de un país de Pitiminí. Se puede jugar bajo techo a la casita de muñecas, como hacen las niñas dentro de una casa grande, precisamente porque existe la casa grande y porque tal espacio es libre y está protegido para los que se acogen bajo su cubierta. Es ese techo a lo que se refirió hace poco un político distante, venido de Oriente, como los Reyes Magos, Ban-Ki-Moon, Secretario General de Naciones Unidas, cuando, al celebrar el sesenta aniversario del ingreso de España en la ONU, como Estado trabajosamente reconstruido y estable, expresó su anhelo por un país “unido en su diversidad”.

La realidad existencial de España es la que ha hecho que, ante retos contra su constitución interna y su posición internacional y como miembro de una Unión Europea, los responsables de un gobierno en trance de revisión por cambio de legislatura, hayan invocado e invitado a la unión para hacer frente a los enemigos de su integridad y seguridad, sin entrar en disquisiciones sobre otros factores diferenciales que, como es natural, separan a unos partidos políticos de otros. Los políticos de distintos colores comprendieron que no se les pedía que acudiesen a construir con sus aportaciones la unidad nacional sino que, desde la unidad nacional, se les demandaba que cumpliesen con su deber esencial que es defender la solidez e integridad del sistema en que todos participan y conviven en cuanto españoles.

El azar de la historia ha abierto sus alas mayestáticas sobre una campaña electoral que, en pocas semanas, pasó de estar protagonizada por criterios sobre una crisis socioeconómica, sus consecuencias y las repercusiones de las recetas aplicadas en su fase álgida a presentar ante los electores los desafíos de una realidad indisimulable con riesgos palpables para la seguridad, la integridad y la fortaleza de la estructura arquitectónica del sistema democrático. Está en juego el patrimonio común de todos y no, aisladamente, el porvenir de cada partido o la ambición personal de cada dirigente. Aunque cada una tenga ideas distintas de como se debe administrar el patrimonio común, unos vientos de ruptura y de violencia han soplado sobre el terreno de juego, obligando a todos a retratarse. Se retrataron muy gustosamente, porque nadie quiere perderse la ocasión de perfilarse con una pose de hombre de Estado. Salvo uno con escrúpulos, el incomprensible y errático Iglesias Turrión, que lo mismo está dispuesto a asumir el “derecho a decidir” para los del “Junts pel sí” que a prometer que un día los suyos votarán “Junts pel no”. No se sabe por qué acepta la pretensión de unos diputados regionales mal avenidos y no tiene en cuenta ese derecho a decidir sobre sus listas de los grupos heterogéneos que integran su salpicón de mareas. Tampoco entiende nadie como sus seguidores equiparan los crímenes del terrorismo más desalmado con la reacción legítima de los Estados, atreviéndose a pedir silencio en memoria de los agresores. Pero es así y así son esas querencias de la izquierda descarriada que solo es chatarra de la historia y cuyos gestos son siempre el anuncio de los consecutivos fracasos, frustraciones y marginaciones de los coleccionistas de derrotas a través de los tiempos. Es meritoria, por el contrario, la posición de Alberto Rivera que, por encima de conveniencias electorales se manifiesta de acuerdo con el sentido del deber que corresponde a todo político civilizado.

A los que contribuyen a la idea común de España, esta idea los engrandece según el grado y la lealtad de su compromiso y los demandará por el grado de cumplimiento de su palabra en el futuro. Pero, a los que se sitúan al margen, nadie los reconocerá, ni para bien ni para mal. Ellos se encierran en sí mismos como una auténtica casta. Pero una casta minoritaria y postergada. La unión y la seguridad de España seguirá siendo el eje supremo de nuestra política nacional a través de los siglos. No asumirla no solo es traición sino suicidio. Lo que pasa es que, a algunos, les viene grande España porque ellos son demasiado pequeños para comprenderla.
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