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Las ranas que pedían rey

Por Pascual Hernández del Moral.
viernes 11 de septiembre de 2015, 11:02h

Había una vez en el país de nunca acabar, diecisiete charcas de aguas muy claras y limpias, donde vivían un montón de ranas cantarinas, muy lustrosas y saludables. Vivían plácidamente, hartándose de moscas, mosquitos, libélulas, babosas, lombrices y ovas de peces, lo que las mantenían esplendorosas, sanas y resplandecientes. El mundo para ellas era una maravilla.

Pero hete aquí que en una de las diecisiete charcas, famosa porque las ranas que en ella habitaban habían sido siempre un si es no es revoltosas, a fuer de sentirse más guapas y lozanas que las del resto de las charcas, apareció una rana normalucha, que no llamaba la atención por su inteligencia, aunque sí por lo lista que era. Esta rana se arrogó el papel de “duce”, heredera de la rana-jefe de la charca, que, con su piquito de oro, su apostura altiva, su comportamiento engreído, a base de urdir leyendas nuevas sobre el poderío y la superioridad de las ranas de su charca, les llenó las cabezas de pájaros. Creó una historia ficticia y una economía imaginativa, que encandiló a muchas ranas. Y la mayoría de ellas se convenció de que, en realidad, eran superiores al resto de las ranas de las otras dieciséis charcas, a las que acusaban de robarles los mosquitos que les correspondían, de despreciarlas en las reuniones sociales inter-ranales, y de repudiarlas por sentirse distintas de la generalidad.

Y entonces, las ranas de la charca en cuestión comenzaron a clamar a Júpiter para que les mandara un rey que pusiera orden, y que encarnara los principios y las aspiraciones diferenciadas de su charca, con respecto a las vecinas. El rey que había de mandarles Júpiter debía evitar el despojo de mosquitos que, según ellas, ejercían las ranas del resto de las charcas. Y, además, debía reconocer su natural superioridad sobre las demás charcas, su natural belleza y su superior inteligencia y laboriosidad. Y con esos fundamentos, reivindicar su total independencia en el ecosistema del que formaban parte. El “duce” convenció a las ranas de que, tras la independencia del ecosistema, las de su charca serían más lustrosas, más hermosas, cantarían mejor, tendrían más mosquitos a su disposición, vivirían más y no sufrirían enfermedades.

El clamor fue subiendo de tono día a día, y, aunque Júpiter se resistía, porque no quería establecer más diferencias de las que ya les había otorgado mandando sobre esa charca alguna que otra nube extra de mosquitos para su mejor alimentación, se vio obligado a actuar.

Mandó sobre la charca gran leño, a ver si se aplacaba su griterío. Con el ruido que produjo la caída de la viga a la charca, las ranas se asustaron y corrieron a ocultarse en el lodo, por si el rey que acababa de enviarle Júpiter era un rey violento. Y quedaron en silencio durante casi cuarenta años. Luego, poco a poco, comenzaron a sacar la cabeza del fango, y esperaron a ver cuál era la reacción del rey-leño. Cuando comprobaron que el leño que les mandó Júpiter era un picha-floja y no reaccionaba, comenzaron a perderle el respeto, a subirse encima del rey, a insultarlo y a burlarse de él. Y de nuevo comenzaron a gritarle a Júpiter diciéndole que lo que les había enviado ni era y rey ni era nada, que querían que les enviaran un rey “como dios manda”, que se pusiera al frente de las reivindicaciones de las ranas de la charca.

Irritado y harto de oírlas croar burlándose de la viga, Júpiter les mandó una cigüeña mansillera, que implantó el terror en la charca, y fue devorando a las ranas, una a una y dos a dos, con una voracidad terrible. Y, aterrorizadas, las pocas ranas que quedaban volvieron a dirigirse a Júpiter rogándole que las librara se semejante condena.

Cuando no pudieron soportar más la crueldad del rey que Júpiter les envió, otra vez clamaron:

Querellando a Don Júpiter, dieron voces las ranas:
señor, señor, acórrenos, tú que matas et sanas,
el Rey que tú nos diste por nuestras voces vanas
danos muy malas tardes et peores mañanas.

Júpiter las escuchó, una vez más, y se llevó de la charca a la cigüeña mansillera, lo que las dejó en paz. Y durante un tiempo, las ranas de nuestra fábula se quedaron tranquilas, recordando a dónde les había conducido sus continuas molestias a Júpiter.

Así nos lo contaron Esopo, Juan Ruiz, Samaniego y otros fabulistas. Que cada cual se mire al espejo, y se aplique el cuento a la hora de elegir a sus gobernantes.

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