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A propósito de agosto

Por Ismael Álvarez de Toledo
lunes 17 de agosto de 2015, 10:04h

Solemos identificar el verano con el tiempo de asueto y relax que nos proporciona la falta de actividad laboral. El verano tiene un tiempo determinado, que va desde junio a septiembre. Sin embargo, el veraneo suele corresponder, en gran medida, al periodo vacacional, al tiempo que pasamos en la playa, en la montaña o en el pueblo de nuestros abuelos, y que se localiza, generalmente entre los meses de julio y agosto.

Agosto era antiguamente un mes dormido. Un mes donde las calles de las grandes ciudades aparecían desiertas, y la escasa actividad social venía generada por los turistas. Las empresas cerraban en agosto, la actividad del campo se paralizaba hasta la fecha de la vendimia, y agosto se convertía en un mes neutro en el calendario, una hoja sin sentido, que sólo recordaba los cientos de fiestas patronales que se celebran este mes, precisamente por la afluencia de público en los lugares donde se celebran.

En agosto las cosas que durante el resto del año nos pasan desapercibidas cobran sentido. Dejamos atrás las grandes ciudades y cambia el panorama por completo. Por la noche, los luceros, enormes, te lapidan los ojos con una lluvia de piedras rutilantes, y de los huertos y jardines se levanta un perfume dulce, embriagador. El mar, que en meses anteriores rugía, se calma, como invitándonos a bañarnos en el y, por las noches, un surco de pétalos brillantes lo separa del firmamento infinito.

España entera está dormida o en fiestas; las playas abarrotadas, los pueblos multiplicados, con una actividad inusual, despertando las entrañas de las casas blancas que trepan hasta las vetustas iglesias, de cuyo reloj caen lentas las horas; plazas desiertas con fuentes que susurran, bestias que mugen asustadas por el bullicio, el rumor de unos pájaros que vuelan perturbados de un árbol a otro. La montañas solitarias se llenan de paseantes. En los pueblos, la tradición conserva su norma de vida y su estilo, con sus fiestas en torno a la Virgen, a un santo, a los toros; si, España es taurina desde sus ancestros, desde aquella vez que los íberos atacaron las tropas cartaginesas de Amílcar Barca, después de acosarlo con una manada de toros armados con teas encendidas en los cuernos, estratagema ibérica que a su vez Aníbal practicó en las campañas contra Roma.

La grandeza de los españoles reside en que no somos de ciudad, porque las ciudades no tienen alma, y los que habitamos en ellas perdemos el sentido de la humanidad. Los españoles, a poco que rasques en la piel de cada uno, somos de pueblo. ¿Qué puede haber más maravilloso que ser o tener un pueblo? La suerte de España, es que tiene muchos pueblos maravillosos, distintos, peculiares. Pueblos con mar, con montaña; los más afortunados, pero la mayoría, están en secarrales inmensos, inhumanos, donde el cielo y el suelo se aplasta hasta dejar a sus habitantes pegados o aletargados en las horas diurnas, pero por la noche todo cambia, y con el primer descenso de grados centígrados la gente se echa a la calle a compartir el fresco y los alimentos, a compartir experiencias y sueños rotos y, así, llega la madrugada ensoñando, viviendo, recordando.... mientras alguien, en algún lugar, besa una boca fresca y ahuyenta el sueño de los ojos.

La España interior también es un entramado de ríos y lagunas, como un cuerpo humano que necesita de esa sangre para vivir, para regar sus campos, para dar vida a sus bosques y praderas. Pero sobretodo España es un país volcado al mar, un mar que nos recibe ansioso, como si fuese cómplice de nuestra agonía mundana y quisiera satisfacer toda nuestra avaricia vacacional, bajo una atmósfera tan limpia y pura que todo nuestro interior queda esclarecido y diáfano.

En agosto, ni por un instante conseguimos tener en reposo los sentidos. Cerramos los ojos y el sol se nos cuela por los párpados, dulcísimo, como un soplo apasionado e incontenible de vida. Da igual en el lugar que nos encontremos, el sol siempre nos encuentra a nosotros, ya sea en el mar o en los pueblos, nos agobia y abruma en las calles del interior, sin árboles, llenas de luz y de cielo. En agosto recordamos que somos humanos, que procedemos de la tierra, que nuestras raíces siguen estando frescas y vivas en aquel lugar pretérito de nuestra infancia, quizá la de nuestros abuelos, pero que es nuestra merced a sus vivencias y recuerdos. En agosto, nos despojamos de esa apariencia inhumana y caduca, para ser tímidamente nosotros mismos, para mostrarnos como ensoñamos el resto del año. Porque una vez nada más, la vida surge en agosto.

Ismael Álvarez de Toledo

periodista y escritor

http://www.ismaelalvarezdetoledo.com

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