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Lecciones que nunca olvidaré

Lecciones que nunca olvidaré

Por José-Miguel Vila

lunes 20 de julio de 2015, 09:08h
Quienes hemos tenido la suerte -o la desgracia, según se mire- de nacer o vivir en un pueblo pequeño, tenemos más de un recuerdo vinculado a enclaves o a faenas relacionadas con la actividad de la agricultura. En las eras discurrían buena parte de esas actividades, sobre todo en verano, después de la siega del trigo y la cebada y en torno a ese espacio, entre mítico y cercano, se pierden algunos de nuestros más íntimos y lejanos recuerdos.

El verano pasado leí un artículo de Julio Llamazares relacionado con estos menesteres, que atrajo mi atención. En él el escritor hablaba del recuerdo que, con frecuencia, le refería su padre que, siendo todavía un niño (corrían los años 30 del siglo pasado) ayudaba a trillar en la era del abuelo de Julio, con la ferviente esperanza de que , al acabar la jornada, podría tener un placer de dioses: ni más ni menos que el de degustar una gaseosa. El refresco constituía toda una novedad en aquellos años y el emocionado niño, cuando tuvo en sus manos el refresco, quedó tan impresionado por su eclosión, sus burbujas y su movimiento interior, que se le cayó al suelo y se derramó todo el líquido.

Piedra filosofal

A mí, ese episodio, me hizo recordar otro muy personal, que ocurría en la década de los 60, cuando apenas si había cumplido los diez años. Lo propició el padre de un amigo, razón por la cual su encargo no despertó en mí la menor sospecha. Se trataba de transportar un par de piedras bien pesadas de una era a otra, con el peregrino objetivo de dárselas a otro paisano que las necesitaba hipotéticamente para ‘afilar las cuchillas de la trilla’. Uno, en su inocencia infantil, y aún mayor en cuestiones técnico-agrícolas de ese calado, llevó como pudo las piedras y, al llegar al punto de destino, ni siquiera obtuvo una gaseosa de premio, sino una sonrisa indulgente del agricultor que no le hizo ni puñetero caso a las piedras, ni al saco, ni al esforzado transportista.

Al día siguiente, otro hombre del pueblo, esta vez con algo más de media sonrisa en los labios, me preguntó por el encargo del día anterior y sobre la eficacia de las pesadas piedras que había transportado como buenamente pude. En ese mismo momento, me di cuenta de que no hay encargos, ni preguntas inocentes. Desde entonces -y han pasado ya cincuenta años- sé que puede haber un hijo de puta, incluso, entre quienes menos pensamos... Una dolorosa pero certera lección que, a modo de rito iniciático a la preadolescencia, muchos niños sufrimos en carne propia y que jamás hemos olvidado, ni olvidaremos mientras vivamos.
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