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Exposición

La muestra de pintura ‘Iluminaciones’, de Félix de Agüero, en el Palacio Pimentel

La muestra de pintura ‘Iluminaciones’, de Félix de Agüero, en el Palacio Pimentel



En toda la pintura de Félix de Agüero, el espacio adquiere un protagonismo muy especial. Pero nunca, sea el que sea el ámbito que aborda en su obra plástica, se trata de un espacio aséptico ni neutro. El artista dota a los ámbitos que plasma de una magia que siempre nos cautiva y sobrecoge. Es una de sus virtudes. Cada uno de los espacios de Félix de Agüero se nos presenta imantado de un misterio y de un fulgor que nos interrogan y nos sacuden, causándonos un impacto que, en ocasiones, no podemos resistir, ya que nos hablan de nosotros mismos, de lo que somos, de lo que amamos y de lo que tememos. Se trata siempre de espacios que, aunque naturales, recogen huellas de nuestro estar y de nuestro habitar, en defi nitiva, de nuestro transitar por el mundo.

Porque, en la pintura de Félix de Agüero, hay de continuo -es otra de sus virtudes- una vibración metafísica, que nos hace traspasar lo sensorial y nos lleva a territorios de ensoñación, a territorios mentales que parecen pertenecer al mundo del espíritu, a aquello que nos sobrepasa, o que, al menos, se encuentra más allá de nuestro trivial existir cotidiano.

El ser humano apenas aparece de modo físico. Pero los espacios y ámbitos plasmados en sus lienzos están llenos de huellas del hombre, tanto físicas, como culturales y vivenciales. Tales ámbitos no podrían existir, no podrían ser como el artista nos los plasma, sin nuestra presencia, sin nuestra intervención y nuestra acción allí donde habitamos.

Iluminaciones metafísicas

El título -tan rimbaudiano- de “Iluminaciones” que el artista da a su exposición no es, en este sentido, casual, puesto que apunta implícitamente a esa metafísica de la que hablamos, presente en esa vibración, en esa suerte de temblor, que parece impregnar cada uno de sus lienzos. Y que se halla a poco que traspasemos esa aparente serenidad y calma que, en un principio, se nos imponen.

Son unos espacios, solitarios, vacíos, sobrecogedores, en el fondo, que parecen estar esperando algo; parecen estar preparados para una manifestación que no se produce, que no tiene lugar, de momento, aunque parecen anunciarla, de ahí que haya siempre en ellos, sugerida, entre líneas, como una espera de no sé qué.

Porque, en la pintura de Félix de Agüero, hay una atmósfera como de espera de alguna manifestación cuyo carácter ignoramos. En algunos cuadros suyos de anteriores etapas, tal espera y tal posibilidad de manifestación, aparecía maravillosamente plasmada en esos cielos y esos aires, tan intensos y finos, que parecían quererse convertir en ángeles, en presencias angélicas; pues había siempre como planeando un vuelo.

En esta muestra de “Iluminaciones”, más que esa vibración angélica, lo que parece imponérsenos es una atmósfera de inquietud, de desasosiego pessoano, pues ignoramos si habitamos callejones sin salida, o espacios que tienden a lo abierto.

Estamos -es la impresión más poderosa que se nos impone- ante escenarios metafísicos, que nos llevan a esos otros -ya históricos, aunque con un carácter tan diferente al de nuestro artista- de Giorgio de Chirico. Pero, sobre todo, el carácter -tan contemporáneo- de los espacios creados por Félix de Agüero nos traslada a esa inquietud latente y continua que se respira en obras literarias como El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, o Esperando a Godot, de Samuel Beckett.

Pero ¿cuáles son los componentes y cuál es el carácter de esta espacialidad metafísica, de esas iluminaciones que nos propone Félix de Agüero?

Señales que funcionan como símbolos


Hay en estos cuadros, reunidos y expuestos bajo el lema de “Iluminaciones”, todo un cúmulo diseminado de señales, que el artista dispersa y coloca por aquí y por allá, pero bajo el paraguas protector de una imagen abarcadora, de la que hemos de partir.

Si, en el antiguo argot pictórico, iluminar es dar color a las fi guras estampadas en un grabado, nuestro artista procede -si podemos servirnos de esta imagen- del mismo modo que esos antiguos grabadores: con su creación, trata de iluminar (en un sentido metafórico) unos espacios y ámbitos, para que nos resulten reveladores, para que arrojen luz sobre el mundo en el que vivimos, que es el que el artista plasma, a través de señales y objetos, que terminan funcionando como símbolos.

Hay dos espacios metafísicos que se convierten en una constante en estos cuadros: el cielo y la tierra, que se implican y trazan un continuo diálogo entre sí. En ocasiones, la tierra aparece despojada, si acaso con unas hierbas; y los cielos se nos muestran tormentosos, como si anunciaran una furia celeste que ha de manifestarse.

En ocasiones, son la tierra y las aguas las que dialogan y se implican. Siempre, dentro de esa dialéctica de los elementos cosmológicos: tierra, agua, aire y fuego; porque el último elemento hay que suponerlo siempre implícito.
Pero, en otros momentos, en otros cuadros, hay señales como de espacios residenciales, de afueras de ciudad, de polígono industrial. Y aparece alguna casa sobre una colina; o el anuncio de un hotel; o una cabina telefónica, en la que se muestran –ahora sí, pero como anuncio- las fi guras de un hombre y una mujer; o una máquina de helados; o una carretera con unas farolas; o verjas de casas; o urbanizaciones playeras...

Son todos ellos -y otros, diseminados por los cuadros- signos, señales de nuestra trivialidad, de un modo de vivir –el nuestro- despojado de alma, pese a que, en clave irónica y crítica, el artista titule, por ejemplo, un cuadro “Alto de Gabriel” y aparezca en él, pero sólo como un reclamo, como un anuncio publicitario, el reclamo de “Spiritualism”, o, como un icono ya totalmente despojado de sentido, un ángel anunciador pintado por Fray Angélico; o, en otro cuadro, titulado “Peregrinación de la noche”, aparezca un anuncio de estancias y alquileres con el reclamo de “Almas grandes”.

Todos estos espacios muestran una vida despojada de alma, en la que todo está en venta, en la que todo es un mero reclamo, hasta la vida del espíritu, para obtener beneficios.

No está ausente de alguno de los cuadros el símbolo del camino, de tanto prestigio en la literatura y en el arte occidentales. Así, Félix de Agüero, en un cuadro como el titulado “Peregrinación de la noche”, parece estarnos sugiriendo una representación del Camino de Santiago; del mismo modo que se nos plasma también la peregrinación del agua.

Territorios de límites

En toda la obra plástica de Félix de Agüero, y también en los cuadros de estas “Iluminaciones”, está muy presente la signifi cación de frontera, de límite, de sutura de espacios y de ámbitos..., lo que sugiere contraposiciones, vinculaciones, diálogos de contrarios, como si nada existiera consolidado para siempre.

De ahí, que nos encontremos con una línea de horizonte con árboles; o con el cielo y la tierra frente a frente; o con las líneas de una carretera o de una calle, en punto de fuga, hasta perderse en los cielos del fondo del cuadro; o con la ladera un monte que asciende hasta confl uir con unos cielos crepusculares e iluminados por un fulgor que evoca anhelos metafísicos...

Son muchas las posibilidades que el artista explora al abordar plásticamente esos territorios de límites en sus distintos cuadros. Es como si quisiera desplegar un amplio abanico de sugerencias, para que el espectador despierte, en la contemplación de estos lienzos, sus propios estados de alma: la calle de esa zona residencial puede ser la de cada uno de nosotros; en el hotel anunciado podemos habernos alojado algún día de nuestra vida; en esa playa con fogata nocturna podemos haber pasado unas vacaciones; en
la cabina telefónica de ese pase marítimo podemos haber realizado una llamada; en esa terraza lunar, con mesas ante el quiosco que despacha bebidas, podemos habernos tomado algún refresco; por ese campo ofrecido a los cielos podemos haber caminado en alguna ocasión...

Porque hay aquí todo un muestrario de límites; un muestrario que conocemos, del que tenemos experiencia y que nos pertenece. De ahí que resulten tan inquietantes –porque hay una metafísica, hay un desasosiego, latente en estos cuadros- el mobiliario de playa envuelto en telas plásticas de color, en espera de la nueva temporada; o ese cenador y esas mesas vacías, en una atmósfera blanquecina creada por las luces nocturnas; o esas mesas y sillas, igualmente sin ocupar, en torno a dos sombrillas playeras; o esas pequeñas barcas amarillas, apiladas en la playa; o ese quiosco, iluminado y abierto, bajo la luna y junto a la carretera...

Hay en todos esos escenarios como una atmósfera de espera, de advenimiento de algo que podría suceder, que podría ocurrir. O hay, también, un acabamiento; algo que ha ocurrido y que ha dejado en silencio y como abandonados unos ámbitos que guardan aún algún rumor de lo humano y acaso también de lo sobrenatural.

Y, ya que de límites estamos tratando, hemos de advertir un límite temporal, que Félix de Agüero plasma con una gran maestría plástica, como es el del momento del crepúsculo. Los crepúsculos de algunos de estos cuadros parecen estar plasmados para hechizarnos, para fascinarnos, a través de unos cielos arrebatadores, de unas atmósferas imantadas de luz, una luz contagiosa que parece albergar misterios y presentimientos, que parece contener presencias angélicas, entendiendo por ángel ese conjunto de fuerzas psíquicas y del espíritu que parecen habitar en el cosmos celeste y en el mundo.

Emblemas de la noche

Un elemento con un carácter claramente simbólico en estos cuadros es el de la presencia de la noche; una noche que marca y da carácter, ensoñación y misterio a los lugares y escenas que impregna: a las edificaciones, a los rótulos y anuncios, a las vías y carreteras, a las luces de las farolas, a la masa del mar y a la playa, al paseo marítimo y a las luces de la ciudad, al quiosco de las bebidas y a la terraza ante su mostrador, al cenador iluminado, a esa valla de chalets junto a una carretera por la que transita un automóvil con los focos dados...

¿Y dónde está el ser humano en estos territorios de la noche plasmados por Félix de Agüero? ¿Ama o está echado en el lecho de su angustia y de su soledad? ¿Se encuentra abatido o entregado a la utopía del sueño? Estos y otros interrogantes parecen desprenderse de estos escenarios nocturnos plasmados por Félix de Agüero.

Porque tras estos escenarios parece latir algo, parece palpitar ese pequeño mundo del ser humano, agazapado tras la oscuridad, tras el misterio de la luz recogida y en espera de manifestarse de nuevo en el momento del alba.
Algo en estos cuadros –no sabemos qué- nos lleva a esas otras escenas nocturnas, urbanas, de Edward Hopper, donde –en ellas sí- el ser humano aparece manifestado en su soledad, en su ensimismamiento, en su espera de algo imposible, ya se encuentre ante la barra de un bar ubicado en la esquina de una calle, o en una mesa del mismo ante una taza de café y bajo una hilera de luces eléctricas y artificiales.

La noche plasmada en los cuadros de Félix de Agüero también es una noche de estos tiempos de globalización, una noche contemporánea, una noche con faros de automóviles, con farolas alineadas junto a las aceras, o con focos que más que iluminar deslumbran unas mesas vacías, junto a un cenador.
Ya no es la noche romántica de los infi nitos naufragios de Leopardi, o en la que el poeta se iluminaba de inmenso. Ésta, plasmada en varios cuadros de Félix de Agüero, es una noche más trivial. Es noche llena de signos del primer mundo, que se nos muestra en espacios consumidos y desgastados: ya se trate de una playa, con sus casetas, palmeras y pequeñas edificaciones; de un paseo marítimo, con joven pareja –chico sonriente que semeja ser Hermes y chica ensimisma y voluptuosa- anunciada en los cristales de una cabina; de un quiosco lunar, con mesas y sillas vacías; o de un conjunto de mesas, acaso de un restaurante, vacías e impolutas, en una atmósfera de blancor artificial.
Porque aquí ya no hay –pese al título, ¿irónico?, de algún cuadro- noche estrellada; pues las luminarias no son otras que las de unas farolas, que, más que iluminar, ciegan. Es la noche de unos espacios que nos resultan familiares, espacios de globalización, de primer mundo, de una sociedad hedonista que agoniza entre la hartura sus lujos y saturaciones, en medio de un materialismo negador, pese a invocar -como aquí ocurre- tanto “spiritualism” o aparecer “almas grandes”, o ese ángel salido de la historia de la pintura, nada menos que de Fray Angélico, que parece estar tan extraviado o más que una cabra -perdida y como sin rumbo en otro de sus lienzos- en un garaje. Es llamativo, por cierto, esa continua utilización por parte del artista, de términos procedentes del lenguaje religioso, con los que titula algunos de sus cuadros (¿guiños irónicos?): “Bienaventuranza del rezagado” (lienzo con un verdadero homenaje a Mondrian, plasmado en la gran ventana del edifi cio que plasma); “Alto de Gabriel”, o, en fi n, “Peregrinación de la noche”.

Coda

Si, en un principio, en la pintura de Félix de Agüero había una inocencia, una claridad, una transparencia, a través de las que nos iluminaba el mundo, unos espacios muy puros como de paraíso terrenal. Ahora, y desde hace tiempo, tal pintura se va cargando de una mayor complejidad, de señales y de símbolos extraídos de nuestro propio mundo, de esta tiempo de globalizaciones y trivialidades, de ahí que no sea extraño que se deslice, en ocasiones, hacia territorios en el fondo expresionistas, y que los cielos aborrascados o los territorios de la noche (pero ya no una noche romántica ni idealizada) comiencen a interesar al artista, que los comienza a plasmar con cierta frecuencia.

Hemos pasado de la inocencia paradisíaca y cósmica al desasosiego. Porque estas “iluminaciones” plásticas de Félix de Agüero contienen ya no tanto aquella metafísica cósmica de muchos de los cuadros de una etapa anterior del artista, sino una metafísica ya más existencial, marcada por el desasosiego, ese sentimiento contemporáneo que plasmara genialmente el poeta portugués Fernando Pessoa.

Y siempre, como ocurre en toda la pintura de Félix de Agüero, estamos ante un realismo trascendido, ejecutado con una gran maestría técnica, de artista que aúna un mundo propio, que es capaz de plasmarlo con un extraordinario dominio, como les ocurría a los maestros antiguos.
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