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Mucho ñandé, poco-ningún oré

Mucho ñandé, poco-ningún oré

A pocas cuadras, como estamos, de asentar en un texto constitucional –ojalá– el nuevo pacto social que habrá de regir nuestros futuros andares/andamios como (pluri)nación boliviana, nada mejor que recurrir, cual deseo e invocatoria, a la sabiduría tupí guaraní expresada en su lengua. Me refiero a esa en apariencia opacada e invisible pero asaz monumental distinción –bien sintetizada por el colega paraguayo Benjamín Arditi– entre el “nosotros” oré y el “nosotros” ñandé. Un nosotros que excluye, aquel; uno incluyente, éste. Veamos el “reverso de la diferencia”.

¿Cómo se distancian el nosotros limitado, con fronteras, del nosotros más bien extenso, sin trincheras? Los citados pronombres nos brindan una fecunda respuesta. El oré es el nosotros de la identidad (“nosotros los inmigrantes, nosotras las mujeres”, –explica Arditi–), en tanto el ñandé es el nosotros, por decirlo de algún modo, de lo común (“nosotros los latinoamericanos, nosotros los demócratas”). ¿Por qué excluye el oré? Por la sencilla razón de que la diferencia, innegable, puede replegarse en el particularismo. Es un nosotros que supone muchos “ellos”/otros más bien ajenos.

Y el ñandé, ¿cómo incluye? Porque es un nosotros que contiene, en su núcleo-perspectiva, una clara reivindicación compartida de igualdad. No como barricada o negación de la diferencia, ni mucho menos, sino en tanto premisa de lucha contra la discriminación y la segregación. Por ello para que sea revolucionario, baluarte del cambio, el nosotros debiera constituirse, por definición y propósito, en un nosotros incluyente. El oré con riesgo de esencialismo –que lo hay: nosotros los originarios, nosotros los autonomistas– debiera ceder paso al ñandé con fortaleza de colectividad.

¿A cuento de qué presagio viene este contraste en clave tupí guaraní? Al trance de que, con alta intensidad, los bolivianos y bolivianas estamos ante el difícil e impostergable reto de re/conocernos (libres de máscaras y espejos) en nuestra espléndida diversidad. Decirlo, ya se sabe, es un lugar común y suena como aburrida consigna. ¡Pero cuán necesario, qué sensible-urgente! Pongámoslo así: ¿qué es aquello que, en la historia-horizonte, en la realidad-imaginarios, además de hacernos diferentes, nos une? En otras palabras: ¿cuál es el nosotros de unidad ñandé que habremos de privilegiar sobre el nosotros de múltiples oré?

Pero son importantes algunas prevenciones con cara de advertencia. Incluir-construir en el reverso de la diferencia no significa, para nada, sucumbir como coraza en el fundamentalismo del “todos somos individuos libres e iguales”. Tampoco implica, faltaba más, creer que la desigualdad –que no la diversidad– es una fatalidad “dada de una vez y para siempre”. Y menos habrá de suponer que, con arreglo a purismos, unos son superiores que otros. Por ello propongo, como mandato-bandera para nuestros 255 constituyentes, el título de esta nota: ¡mucho ñandé, poco-ningún oré!

FADOCRACIA

Adioses. Había una vez, en un tiempo/lugar sin mancha del que ya no habré de acordarme, una mujer que yo creía eterna: Betty Blue. Transcurridas algunas distracciones y muchos años, con gran dificultad y no poca tristeza, hube de comprobar-asumir que esa gigante había sido no sólo mortal, sino terriblemente cuerda. Digamos que hasta pueril. Sus velocímetros, su corazón apático, tenían condiciones-precio y fecha de caducidad. ¡Y se desplomó! No como “diosa de las praderas asoleadas”, que así la tenía en suerte, sino cual mundano, frío/agotado, cuerpo. Entonces ya no hubo molienda ni tequila rápido. No pintamos ninguna otra barraca ni corrimos la aventura. Dejamos de cultivar las palabras que, como el silencio, vienen solas. Peor todavía: con sus inopias a cuestas, erial, Betty Blue no tuvo fuerzas –ni valor– para arrancarse los ojos. Se había extinguido. “Este pez ya no muere por tu boca”, dije entonces. “Este loco se va con otra loca”, hice. Me sobraban la nostalgia y los motivos.

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