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Democracia desechable

Democracia desechable

Siempre se ha dicho que la democracia es un régimen político generoso, sobre todo con sus enemigos. Desde su interior, puede uno criticarla radicalmente, asociarse y organizarse para derrocarla, incluso ser candidato y acabar electo con toda la intención de destruirla (y no sólo estoy pensando en Hitler). Esta circunstancia hace tiempo que ha generado la pregunta de cómo defender a la democracia de su propia generosidad. En algunos países existen mecanismos institucionales para defender la democracia, pero incluso en estos casos, la verdadera defensa en última instancia refiere a la valoración y la convicción de la ciudadanía de considerar que no existe mejor sistema político para la convivencia pacífica entre los seres humanos, capaz de garantizar niveles indispensables de libertades fundamentales. Todo esto también tiene su prueba en contrario. Como se ha insistido, las dificultades de consolidación de la democracia en América Latina tienen que ver con la baja valoración que hacen de ella tanto la población como sus élites. La encuesta del Latinobarómetro refleja que en los últimos diez años, en torno a la mitad de las y los latinoamericanos estaría dispuesto a dejar caer la democracia si con ello mejoraran sus problemas económicos. Desde luego que hay un pequeño grupo de países (Uruguay, Chile, Costa Rica) en donde la valoración de la democracia es mucha más alta. Pero la cuestión es que en toda la región las élites también tienen una relativa desafección democrática. Todavía no se ha logrado que la democracia sea vista como un valor en sí misma, sino que sigue percibiéndose desde una perspectiva instrumental: desde la derecha, para implementar con cierto consenso políticas neoliberales y, desde la izquierda, para conseguir la justicia social. En tal contexto, figuras como Vargas Llosa son una excepción y no la regla. Pues bien, en España se ha iniciado una especie de moda consistente en plantear cambios en el sistema político a partir de la idea de que no vivimos en democracia. Esta tendencia a la desvalorización de la democracia realmente existente puede tener varios motivos. Por un lado, entre la población joven la democracia actual puede resultar un hecho dado, porque no ha tenido la experiencia de lo que es vivir en dictadura. Por otro lado, los que sí vivieron la ausencia de democracia parecen tener mala memoria o consideran que la democracia no les ha mantenido la promesa de bienestar social. Pero recientemente ha aparecido un cierto diletantismo sobre la ausencia de democracia en España, que pretende tener visos de etiqueta teórica. Alguien podría decirme, tranquilo colega que no es para tanto: sostener que “España no vive en un Estado democrático” es una memez de tal calibre que nadie le va dar la menor importancia. Sin embargo, aunque sólo sea por una vez, creo que es conveniente detenerse en el asunto, por si las moscas. No vaya a ser que luego nos lamentemos de haber ignorado el huevo de la serpiente. Para decirlo todo, ese planteamiento de minusvaloración de la democracia actual ya estaba inscrito en la plataforma Democracia Real Ya. Uno podría estar de acuerdo con las criticas y las propuestas para mejorar la democracia en España, pero no con la idea de que vivimos una democracia ficticia o, peor aún, que no vivimos en democracia. Por eso es posible entender la molestia de Fernando Vallespín cuando afirma: “El aspecto que me resulta menos atractivo del mismo (15-M) es su descalificación completa del sistema democrático y la arrogancia con la que lo enfrentan a una supuesta "democracia real", como si solamente ellos, a modo de un Comité de Salud Pública, pudieran ofrecernos las recetas correctas respecto de lo que sea aquélla”. Pero hagamos el esfuerzo por sustantivar la reflexión. ¿Existen parámetros razonables para determinar cuándo hay democracia en un país? Desde la ciencia política, varios reconocidos autores (Dahl, Sartori, Przeworski, etc.) han sugerido criterios básicos al respecto, que refieren a dos planos fundamentales: a) un contexto de libertades y derechos básicos que permita la autonomía y la convivencia ciudadana y b) un proceso determinado de elección de las autoridades públicas. Respecto del primer plano, es difícil no percibir que en España hay libertad de asociación, de prensa, de reunión, o que existe un entramado normativo que permite el imperio de la ley, que determina lo que reconocemos como un Estado de Derecho. Sobre la base de ese contexto de libertades básicas, la elección de las autoridades se hace mediante sufragio universal, con pluralidad de opciones y respetando la voluntad popular. A partir de estos fundamentos se establecen instituciones públicas que se ordenan para el funcionamiento sistémico de la democracia, según una Constitución previamente acordada. Otro asunto es que sea posible mejorar el comportamiento de esos distintos elementos. Varios institutos internacionales se dedican a medir el buen funcionamiento de las democracias, pero a partir de su consideración como tales. España se encuentra claramente en ese ámbito. Más aún, si se afirma que, pese a cumplir todos los requisitos básicos, España no es una democracia, entonces hay que afirmar con algo de coherencia intelectual que la Unión Europea está profundamente equivocada o que en Europa no existe democracia alguna, y, por ese camino, que no existe ningún país en democracia en todo el planeta. (Perdonen a los que ofenda estas verdades de Perogrullo). Algún diletante audaz sugiere que la población no elige realmente a sus representantes porque hay un sistema de listas cerradas. Es cierto que la lista cerrada privilegia la deliberación desde los partidos políticos, pero eso es algo que favorece el procesamiento colectivo, siempre y cuando haya reglas internas básicamente democráticas. Las listas abiertas tienen también ventajas y desventajas. Algunas de las más evidentes es la atomización que produce de la percepción de país y la tendencia al clientelismo personalizado. En realidad, existe una inclinación cada vez mayor a buscar un punto de equilibrio entre ambas opciones. Pero sostener que ahí donde haya listas cerradas no hay democracia es una grosera falacia que no sólo afectaría a España, sino a la mayoría de las democracias europeas. La otra argumentación supuestamente teórica refiere a la posibilidad de sustituir la democracia representativa por la democracia participativa, mediante el uso de la tecnología. En una página que defiende esta opción, cuando alguien pregunto cómo era posible la deliberación y adopción conjunta de decisiones en un país con 50 millones de habitantes, la respuesta que le dieron fue: “Pues haciendo uso del DNI electrónico es muy fácil, con su chip y la contraseña que cada uno tiene, y que ya se usa para consultar cuentas bancarias o hacer otros trámites burocráticos por internet. Cada uno desde su ordenador o desde cualquier ordenador público puede votar cada propuesta si quiere o si es de su interés”. Es decir, la solución reside en la maravilla del voto electrónico. El mismo procedimiento que se ha ensayado en varios países europeos (Holanda, Alemania), y que se ha rechazado en todos porque presenta más inconvenientes que ventajas. Importa destacar que la Corte Constitucional alemana al declarar inconstitucional el voto electrónico no lo hizo sólo por los riesgos de manipulación que entraña, sino porque empaña el carácter público del acto electoral y porque “un recuento público, por el que los ciudadanos pudieran comprender confiablemente y por sí mismos, y sin conocimientos especiales previos quedaba así excluido” (fundamento 156). En todo caso, tiene sentido recordar que, en cuanto al riesgo de manipulación, fue el famoso grupo de hackers alemanes Chaos Computer Club (CCC) quien encabezó la demanda judicial para suprimir el voto electrónico, y eso sobre la base de saber bastante bien de que hablaban. En suma, en España existe una democracia, indudablemente mejorable y perfectible, pero una democracia que cumple con los parámetros básicos, así considerados por todos los organismos europeos y mundiales. Así las cosas, caben dos conclusiones al respecto. La primera consistente en afirmar que puede desarrollarse un amplio consenso para impulsar las reformas que necesitan los diversos aspectos de nuestro sistema político (normas electorales, sistemas de partidos, etc.) para profundizar la democracia. Y la segunda que ello puede hacerse a partir de la consideración rigurosa de que España vive en democracia. Por eso resulta tan desafortunada esa tendencia de algún experto en Oriente Medio de asociar las primaveras árabes a la supuesta primavera española. La manifestación y la acción social es el único recurso que le queda a un libio porque no puede hablar, reunirse o asociarse para expresar sus reivindicaciones. Esa no es la situación para nada de la plataforma DRY ni del movimiento 15-M en España. Más bien puede afirmarse que éstos han empezado a abusar de las libertades básicas que existen en España. La última conclusión es que, estando dispuestos al consenso sobre los cambios a realizar en el sistema político, hay muchos que no estamos dispuestos a aceptar la fragilización de la democracia actual en España. Por decirlo de una forma que puede parecer rudimentaria, muchos de los que salimos a la calle a defender la democracia contra el intento de golpe de Tejero, quizás debemos ir pensando en la eventualidad de tener que salir a la calle para defender la democracia de quienes la consideran poco más que un envase desechable.
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