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Culpables somos todos

Culpables somos todos

Desde luego, es alucinante la capacidad colectiva para eludir responsabilidades cuando las cosas se tuercen. Pero, una vez más, esto es lo que ha sucedido en torno a los ataques vandálicos a la soberanía ciudadana que se dieron el 15-J. Sin embargo los culpables, realmente, somos todos. Aunque se crea que las culpas hay que repartirlas. Bien es cierto que el imaginario popular dice, y aun así, acertadamente, que el responsable es quien crea la situación límite, es decir, los violentos. Pero tampoco es menos verdad que, al margen de éstos, la nómina de inculpados debería extenderse, en primer lugar, al sector 'pacífico' de los 'indignados'; también a la ciudadanía que ha dado apoyo al movimiento de éstos y, cómo no, a los políticos. Y en este caso iba a cebarme en su cinismo porque, aun siendo el objetivo principal de las protestas, han querido jugar con las mismas con una falsa asunción interesada: pero no quiero profundizar en este aspecto, dado que, en el fondo, no son ni mejores ni peores que el resto de la sociedad. Sin embargo, el paradigma de la responsabilidad es la fracción 'pacífica' de los ‘indignados’. Porque en ellos puede y debe reflejarse el resto de la sociedad. Y tomando este centro de gravedad permanente, podemos extrapolar el resto. Dejémonos de simplezas: la única aceptable apriorísticamente sería la coincidencia generalizada en que algo no funciona en el sistema: la base de la simpatía por el movimiento que, en cierto modo, sería la coartada exculpatoria del ciudadano común. Pero luego las cosas se tuercen a la hora de abordar el cómo analizar la segura y repetida evolución. Que es aquí dónde caemos todos. Porque, ¿alguien en su sano juicio no preveía que el guión de la película no era el que, finalmente, se ha dado?. ¿Nadie fue capaz, no ya de intuir, sino de prever cómo acabaría todo?. Vamos... Que algunos ya han visto demasiadas veces la película para no conocer, anticipadamente, su final. Y, si no, es fácil de contar la historia entera: un día, unos salen a la calle con una revolución simpática. El resto les ríe la gracia (porque, en realidad, todo sea dicho y como se apuntaba, tiene alguna). Pero, al poco, la cosa va degenerando y ya no es lo mismo -y aquí, la gran culpa de la génesis: había mucha posibilidad de originalidad para crear verdadera empatía, pero, una vez más el guión repetido, se cayó en el lugar común-. El lazo de la función también está muy visto: como se enrocan en sus posiciones, hay que disolverlos (siguiente secuencia lógica), aunque sea con el Barça de por medio. Eso sí, para quedar bien, encima hay que justificarse por una acción inevitable más allá de la infalibilidad de los de Guardiola: sobre todo por la presión que recibe el que decide. Cuando éste no es más que otro de los pasajes repetido, por consecuente, de la película. Y luego llega la traca final: tanto ‘buenismo’ desemboca en otro escenario previsible de la película. El de 15-J, con su violencia que igualmente debía ser augurada con toda lógica. Vamos, que si esto lo vemos plasmado en la pantalla, casi exigimos que nos devuelvan el importe de la entrada por repetido. Item más, paralelo. Para que el guión no se salga de lo previsto, el atrezzo, la indumentaria, debe ser ‘ad hoc’: ¿por qué en las revoluciones contemporáneas tiene que haber más clavos en la cara que en una ferretería y más tinta tatuada en la piel que en la suma de las rotativas de nuestros medios impresos en un año?. Bueno, tal vez el detalle no sea importante pero es evidente que es imprescindible para seguir un guión que no cuadraría con caras limpias y vestimenta de, por ejemplo, Armani, aunque se pueda coincidir con la idea. Que hubiera sido original, además, no ya tanto porque incluyera actores vestidos de otra guisa -que, eso, en el fondo, es lo de menos- sino que hubiera sido de Òscar con propuestas no tan difíciles de resaltar (demanda efectiva de listas abiertas, uso práctico de las nuevas tecnologías en favor de una democracia real, menos búsqueda del poder por el poder y más anhelo de conseguirlo a partir de mejorar las propuestas explícitamente loables de quien lo ostentaba, por poner ejemplos) que han brillado por su ausencia. Se dice -y debe ser leyenda urbana- que el éxito atemporal de Casablanca se debe a que, aunque vista mil veces, siempre queda la esperanza que, a final, Ilse se vaya con Rick. En el caso que nos ocupa, ya desde el principio la ilusión no debería haber llegado ni a eso. Si no es que uno era muy iluso, claro.
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