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Gracias indignados... ¿y ahora qué?

Tengo que admitirlo: soy, convicto y confeso, un simpatizante del 15-M. Algo que, desde luego, no tiene mucho mérito, simplemente pertenezco al 80% de la ciudadanía española, según las últimas encuestas. Pero, al mismo tiempo, soy un ciudadano altamente preocupado por lo grave que me parece la situación española. Tampoco en eso creo ser muy original. Las encuestas muestran también el pesimismo de la opinión pública sobre la coyuntura. Sin embargo, en lo que no acompaño a una gran cantidad de ciudadanas y ciudadanos es en esa tendencia -que igualmente muestran las encuestas- a mantener separadas ambas cosas dentro de la cabeza. O, en esa misma lógica, a dar una solución fácil a esa relación, basada en considerar que el 15-M tiene mucha razón en su indignación, pero que no va a tener mayor importancia en la resolución de los problemas de la vida real. Probablemente, esta disonancia mía (con el 60% de los encuestados) esté motivada porque le doy más entidad al 15-M de la que tiene, o porque creo demasiado en la deliberación ciudadana y la interlocución como forma de convivencia pacífica, o… yo que sé. El caso es que me parece que ya es la hora de hacer un poco de balance y de saber a qué atenernos en cuanto a cómo salir de esta grave crisis. Ante todo, insisto en agradecer al 15-M por haber sido capaz de sacar a la luz el malestar profundo y callado que tenía dentro de sí la sociedad española. Y el que lo haya hecho enfatizando su metodología no violenta (aunque este fin de semana ya estuvieron pisando el límite). Ambas cosas han contribuido a sanear la subjetividad colectiva, tan propensa en España a la acritud, el ceño fruncido y la patada al tablero. Además, ha servido para convertir en energía biofílica la de mucha gente, sobre todo joven, que hoy está haciendo cosas para cambiar el mundo y sólo ayer se sentía apática, desencantada o empantanada. En breve, hay cosas que agradecerle al 15-M. Ahora bien, ya conocida la protesta y la actividad positiva consecuente, ha llegado el momento de revisar la propuesta del 15-M para enfrentar el mar de fondo que presenta la situación española y saber si de verdad contribuye o no a su solución. Porque no tiene sentido hacerse preguntas sobre si sus propuestas “vagas y ambiguas” van a tener algún efecto en la política, o, en general, preguntarse por el futuro del 15-M, completamente al margen de la otra reflexión acerca de si la situación económica es suficientemente grave como para pensar en algún tipo de pacto de Estado. Si no se conectan ambas cosas, entonces ya estamos decidiendo que, en efecto, el 15-M ha servido para sacar a luz el malestar, pero que las soluciones de la vida real están en otra parte. Y, desde luego, pudiera ser perfectamente así, pero para ser consecuente con mi voluntad de interlocución, haré un esfuerzo –la vida dirá si tendrá sentido en el futuro seguir haciéndolo- por conectar ambos planos de la realidad. Para comenzar, hay que recordar que la consigna que sintetizaba la concentración del 15-M refería tanto al sistema político, como al sistema económico (encarnados ambos por “los políticos y los banqueros”). Veamos ambos aspectos. Respecto del primero, hay dos protagonistas de las críticas: la clase política y la democracia representativa. No hay duda de que existe una queja extendida sobre la distancia que tiende a adoptar el político profesional respecto de la ciudadanía común. Hay que admitir que para una parte de los políticos el llegar a serlo no sólo significa pensar a fondo en cómo resolver los problemas de la sociedad, sino también -y en muchos casos sobre todo- conseguir una fórmula de movilidad social. Aproximarse al poder, por muy local que este sea, siempre resulta atrayente. Esa distancia entre el político y la gente es más fácil en una democracia basada en los fundamentos de la representación, por razones obvias. Incluso la propia gente puede tender a delegar en la “clase política” la toma de las decisiones políticas, sobre todo cuando lo están haciendo bien y confía en ellos… para luego descubrir que las cosas cambian. Con ello se completa el círculo. Es decir, no resulta tan difícil identificar la fuente del problema. Si a ello le agregamos un sistema electoral que favorece a las fuerzas mayoritarias, pues ya tenemos servido el denso plato del bipartidismo anquilosado. “Cristal/clear”, como dicen en USA. Ahora bien, ¿Cuáles son las propuestas para resolver el problema? Pues lo cierto es que este asunto puede encararse desde dos perspectivas. Por un lado, puede pensarse que la democracia representativa no tiene alternativa sistémica para países con millones de habitantes. El viejo mito de las votaciones a mano alzada en el ágora griega no tiene sentido en la era moderna. Los sistemas políticos que han tratado de sustituir a la democracia representativa han acabado haciéndolo mediante fórmulas mucho más indirectas (el modelo soviético de pirámide electiva, donde las asambleas locales eligen a las regionales y así hasta el soviet supremo) o la democracia orgánica fascista, también basada en la eliminación del pluralismo político. Es decir, como se ha insistido, la democracia representativa es el menos malo de todos los sistemas políticos… que se transforma en un tesoro cuando se vive una dictadura durante largo tiempo. ¿O tenemos tan flaca memoria? Así las cosas, la solución podría proceder –desde esta primera perspectiva- de impulsar formas para evitar el riesgo de anquilosamiento. Por un lado, ir viendo si el sistema d’Hont, pensado para lograr la estabilidad política al comienzo de la transición (no sólo por maldad congénita, como piensan algunos), no sería necesario irlo sustituyendo por un sistema más proporcional. Por el otro lado, impulsando reformas en varias direcciones: en cuanto al sistema de partidos, para asegurar la democracia interna; el incremento de instrumentos de participación directa en el nacional y, especialmente local, y, sobre todo, elevando radicalmente la calidad de la ciudadanía, como insiste Rosa Diez. Ya hemos descubierto una máxima: la calidad de la democracia no sólo depende de la calidad de las instituciones, sino de la calidad de la ciudadanía. Ahora sólo hace falta imaginación para llevarla a la práctica (y movimientos como el 15-M podrían dirigir su mirada en dirección de la ciudadanía en vez de seguir obsesionados con la clase política). Pero existe otra alternativa distinta a la de mejorar y profundizar la democracia: la de sustituirla por los viejos modelos (no democráticos) o bien por diversos tipos de inventos y ocurrencias, siempre bien asociadas al populismo (como en América Latina) o a la crisis del sistema político (como ya pasó varias veces en Europa). Opciones todas ellas que suelen manejar la extrema izquierda, los revolucionarios violentos y otras cepas de radicales. Todos ellos tienen algo en común: no aprendieron demasiado de los dramas del siglo XX, como subrayaba Semprún, o ya les falla la memoria, como algunos talluditos en el 15-M que alcanzaron a vivir el franquismo. Es decir, la alternativa está clara: se reforma el sistema político a partir de una alta valoración del tesoro que supone la democracia, o se busca acentuar su crisis porque se considera que la democracia es cualquier cosa. Pues bien, esas dos visiones conviven en el 15-M y se muestran tendencialmente en las divisiones que presenta en los últimos días. Veamos ahora el otro plano: el sistema económico y su crisis. También en este caso la protesta tiene fundamento. La extrema libertad otorgada al capital financiero hizo que se orientara hacia comportamientos de riesgo y que llegara a formar la famosa burbuja. Pinchada la misma, se produce una de las crisis más serías en términos financieros y el Estado tiene que acudir al rescate para evitar males mayores. Pero eso significa que la crisis acaban pagándola las y los contribuyentes y que la sufren los sectores más débiles en el proceso de globalización. En suma, los verdaderos responsables de la crisis apenas notan sus arañazos, mientras el tejido social se rasga profundamente. Los indicadores no mienten: ahí está el 43% de paro juvenil en España. Vamos, que el malestar socioeconómico no es precisamente un invento de minorías alteradas. Muy bien, pero de nuevo ¿cómo enfrentamos el entuerto? También en este caso existen varias opciones. Desde luego, hay una, un tanto utópica, que consiste en seguir apretando las tuercas a la gente común y aguantar los conflictos que se generen tras los escudos de las fuerzas policiales y del orden. Eso es lo que comúnmente se conoce como una salida al estilo de la derecha dura y tradicional. Pero esa “solución” no parece muy sensata hoy en España y, de todas formas, no tiene nada que ver con la interlocución con el 15-M. Descartada esa opción hipotéticamente, quedan también dos perspectivas para enfrentar la crisis. Una consiste en pensar que la economía de mercado no sirve en absoluto y que lo que hay que procurar es su destrucción y sustitución. Pero el asunto no es tan sencillo: ¿Cómo lograr el desarrollo económico sin el funcionamiento del mercado? Si seguimos el consejo de Semprún y echamos una mirada retrospectiva al siglo XX, las experiencias habidas no mueven al entusiasmo. Desde el punto de vista sistémico, la única alternativa al mercado como mecanismo de asignación de recursos ha sido la planificación global, bien sea central o desconcentrada (al estilo de la vieja Yugoslavia). Pues bien, no sólo no funcionaron desde el punto de vista del desarrollo, sino que mostraron una tendencia tóxica a asociarse con la burocracia y la conculcación de las libertades cívicas. Nuevamente, todo parece indicar que el mercado (y la iniciativa privada que conlleva) es el sistema menos malo para el desarrollo económico. Sin embargo, la relación con el mercado no tiene que ser de subordinación para los poderes públicos. El arte del asunto consiste en lograr que la democracia subordine al mercado y no al revés. Pero eso no se logra fácilmente y, en ciertas ocasiones críticas, solo se logra mediante un gran acuerdo nacional. En todo caso, también está clara la alternativa en este caso: se trata de saber si queremos profundizar la crisis y destruir la economía de mercado, para sustituirla por no se sabe bien qué; o más bien de tratar que la democracia sea capaz de controlar el mercado y ello hacerlo desde un acuerdo político amplio. Importa subrayar que la primera opción no es precisamente nueva. Cuando estalló la crisis del petróleo en 1973, la extrema izquierda (desde el maoísta Betelheim hasta el trotskista Mandel) anunciaron la caída inminente y definitiva del capitalismo. Solo había que contribuir a acelerarla. Pero lo que sucedió en realidad fue un paso más hacia la mundialización económica, eso que hoy llamamos globalización, bajo la hegemonía de la nueva derecha, eso que hemos llamado neoliberalismo. Se devaluaron los proyectos colectivos, el mercado no sólo domino la economía sino que intento ordenar la sociedad, y la gente se sumió en un individualismo rampante. ¿Queremos volver a ese camino, al que nos condujo la profundización de la crisis? En suma, el movimiento 15-M tiene que saber si opta por reformar la democracia a partir de valorarla y si quiere controlar el mercado desde la política; o bien busca agudizar las contradicciones de la democracia y de la economía. Como dije, el 15-M tiene en su interior ambas tendencias. Si predomina la segunda, tampoco sería precisamente innovador: se trata de la vieja estrategia radical de CUANTO PEOR MEJOR, que tanto daño ha hecho a los procesos de cambio. Ahora bien, si elige la primera (reformar la democracia y la economía sin tratar de destruirlas) entonces debe saber que la crisis económica todavía puede hacerse más grave de lo que ya es y que tratar de salir sin empeorarla puede ser condenadamente difícil. Por eso se están levantando voces que piden una política de Estado basada en un acuerdo lo más amplio posible. Si el movimiento 15-M elige la opción de dar respuestas serias a la crisis, no puede autoexcluirse de esta discusión sobre el acuerdo para un pacto de Estado. Pero soy consciente de que quizás sea demasiado pedir que los indignados hagan esta reflexión a fondo sobre cómo evitar la profundización de la crisis; quizás sólo sirvan para recordar a los gobernantes el malestar existente, confirmando así que las soluciones a la vida real tienen otras fuentes.
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