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Pero ¿alguien quiere matar al Rey?

Pero ¿alguien quiere matar al Rey?

Lo digo con el máximo respeto hacia el Rey Juan Carlos por parte de quien, como yo, siempre se ha proclamado monárquico, más que juancarlista: pienso que el Monarca se ha extralimitado al abroncar -bastante cordialmente, eso sí- a los periodistas. “Lo que os gusta es matarme y ponerme un pino en la tripa todos los días”, les dijo. Pienso que nadie quiere ver muerto al buen Rey Juan Carlos I, y yo menos que nadie, desde luego (lo del pino no he acabado de entenderlo). Lo que no me gusta es que el jefe del Estado, el hombre que pilotó la transición y los años más estables en la Historia de España, pierda los papeles. Ni que los perdamos nosotros al reaccionar ante una desafortunada salida de tono. Cierto, hay quienes, desde sus comentarios pretendidamente informados, llevan sus especulaciones demasiado lejos -si la cuarta parte de los rumores que han circulado en torno al Monarca y su familia se hubiesen cumplido, este país hace tiempo que sería una república. O un reino de taifa-: La Zarzuela, de manera transparente, habló en un comunicado de una inminente operación de rodilla y, de ahí, algunos lanzaron los fuegos artificiales. Pero el Rey sabe que los medios formamos parte del juego democrático, con nuestros aciertos, nuestros excesos y nuestros fallos. Sería un inmenso error abrir ahora un cisma entre el jefe del Estado y los medios de comunicación. O magnificar un estado de irritación personal que, ciertamente, podría haberse limitado al ámbito privado, y no haber estallado ante las cámaras. Creo que el Rey ha jugado, juega y esperemos que siga haciéndolo durante muchos años, un papel esencial en la complicada vida política, institucional, social y hasta territorial o comercial: su experiencia, su talante y su carisma han supuesto, y suponen, muchas bazas positivas para España. Otra cosa es, y hay que decirlo claramente, que la sucesión en la persona del futuro Felipe VI se vaya preparando, o incluso acelerando. Lo que, por cierto, nada debe tener que ver con el estado del Monarca, que espero que siga siendo excelente, aunque la edad, ay, siempre nos propicia achaques. Ya sé que lo que voy a decir no resulta muy ortodoxo entre quienes se dedican a la exégesis -o a la hagiografía- de las testas coronadas y de sus circunstancias, pero me encuentro entre quienes piensan que una abdicación, cuando convenga, ni es un paso atrás ni es una renuncia, sino más bien una victoria. Una muestra de buena salud de la Institución, porque el trono español tiene un excelente recambio en la persona del Príncipe de Asturias. Claro que no estoy pidiendo, ni mucho menos, una inmediata abdicación del Monarca: sigue y seguirá siendo una figura muy necesaria. Pero creo que, gracias a la próspera estabilidad de los últimos treinta y cuatro años, los españoles hemos acumulado demasiado miedo incluso a la formulación de términos que suponen cambios radicales, como ‘reforma constitucional’ o el mentado ‘abdicación’. Y el caso es que llega una nueva era para el mundo, para Europa, para España, y creo que es necesario estar al menos mentalmente preparados para evitar ser arrollados por los acontecimientos, cuando nos toque afrontarlos.
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