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Libia, intervención y derechos humanos

Libia, intervención y derechos humanos

¿Cuándo existe el derecho de intervenir y cuándo existe el deber de intervenir? Estos interrogantes constituyen el núcleo de la reflexión constituyente de la comunidad mundial de las últimas décadas, a pesar de proyectarse en la historia a tanto tiempo como el que tiene la humanidad. La organización en naciones, fenómeno relativamente reciente, fue la forma en que el mundo occidental superó el caos feudal conformado por soberanías contractuales, lealtades cruzadas por subordinaciones religiosas, raíces étnicas y hasta rabietas familiares, en un contexto de puro poder en el que las personas comunes tenían los derechos que graciosamente les confiriera –siempre en forma provisoria- el señor respectivo. No se discutía en esos tiempos si había o no “derecho” o “deber” de intervención. Las guerras –declaradas o potenciales- eran el estado natural de la convivencia, y las causas las más variadas: desde el simple afán de conquista hasta la justificación de llevar la civilización a los pueblos atrasados, desde el deseo de una tribu de obtener el territorio de otra, hasta el propósito de “cazar” personas de la aldea vecina para venderlas a los traficantes de esclavos, de oriente o de occidente. O, en los reinos más fuertes de entonces, el propósito de llevar la verdad del evangelio a quienes se resistían a aceptarla en la forma que consideraban justa. Las naciones fueron un gran avance, “templos” laicos dentro de los cuales fue creciendo el reconocimiento de los derechos de las personas, las libertades de pensamiento y expresión, de comercio y trabajo, de tránsito y de credo. Protegidas por el novedoso concepto de “soberanía”, enmarcaron el camino hacia el mejoramiento de la convivencia en su territorio, a partir de sistemas legales generales y públicos cuya finalidad fue limitar el derecho tradicional del poder sobre los individuos. Pero siguieron guerreando entre ellas, también por los motivos más diversos, estudiados concienzudamente por los filósofos del derecho de gentes para tratar de definir los “casus bellii” (causas de la guerra) y de discriminar los justos de los injustos. Hasta que las dos guerras grandes del siglo XX llevaron a la humanidad a forzar la marcha en la construcción de un germen de legalidad internacional, conformado por las Naciones Unidas. Un germen. Porque aunque ese intento ha sido exitoso en el propósito de evitar las guerras que más daño podrían acarrear al género humano –las declaradas entre las potencias más poderosas entre sí- no pudieron contener el obsesivo cruce de intereses que atraviesa historia y geografía desde que el hombre es hombre. Cientos –o miles- de conflictos localizados, “menores”, se han sucedido desde 1945 hasta hoy, ante la impotencia de la organización internacional para evitarlos produciendo innumerables e injustificados horrores. La convivencia tradicional de la comunidad internacional se apoya en sus sujetos colectivos reconocidos, los Estados. Pero a partir de las atrocidades cometidas en la primera mitad del siglo XX, un nuevo concepto se abrió y se abre camino con fuerza para justificar la legitimidad de cualquier poder: su respeto por los derechos humanos. En la transición entre estas dos legitimidades –la tradicional, que surge del reconocimiento de un “Estado” y su “gobierno” por la comunidad internacional, y nueva, que es la subordinación de esta primer legitimidad a su obligación de respetar los derechos humanos de las personas en sus territorios- está atravesada por un juego de principios cuya articulación no es ajena a los intereses, siempre existentes en toda actividad humana en la que exista poder. ¿Puede un gobierno matar salvajemente a sus ciudadanos o privarlo de sus derechos más elementales, escudándose en su soberanía? La conciencia instintiva responde de inmediato que no. ¿Tiene derecho la comunidad internacional a intervenir para detener esas matanzas, si existieran? La consecuencia de la respuesta anterior pareciera ser que sí, aunque sin idéntico carácter terminante. ¿Qué medidas puede tomar la comunidad internacional para frenar estos hechos? Aquí las respuestas avanzan sobre las tonalidades. No es lo mismo detener un bombardeo abierto sobre poblaciones civiles o el exterminio salvaje de etnias completas, que actuar frente a una violación de derechos que no implican la muerte de personas o un ataque directo a su dignidad esencial, como pueden ser los encarcelamientos sin proceso limpio o las torturas más o menos solapadas, aunque conocidas. Y tampoco es sencillo, cuando el uso del poder militar se hace imprescindible, evitar la sospecha de que algunos pueden tener intereses en actuar que no responden a la raíz de los problemas que se busca combatir, sino a otras –más o menos legítimas- de quienes tienen fuerza para actuar. El maestro Ulrich Beck, uno de los pensadores más lúcidos en abordar estos sensibles interrogantes, vincula el derecho y el deber de intervención a la existencia de procedimientos transparentes previos, con pasos recorridos a la luz de la opinión pública mundial. Es que la intervención moviliza tantas prevenciones y puede estar motivada por tantos intereses ajenos a la cuestión de fondo, que debe ponerse el máximo cuidado en evitar que el objetivo buscado sea distorsionado o directamente reemplazado por motivaciones particulares. En efecto: ante la inexistencia de fuerzas propias que cumplan bajo sus órdenes las decisiones tomadas, el Consejo de Seguridad sólo puede actuar a través de los Estados, y éstos pueden llegar a actuar impulsados por otras conveniencias, incluso hasta por situaciones políticas internas. O directamente, no actuar a pesar de la voluntad del Consejo de Seguridad, también por las mismas razones. Estas prevenciones, legítimas y prudentes, no pueden nunca llevar a neutralizar el deber humanitario de intervenir, ante la masacre de seres humanos cuya vida es más importante que cualquier abstracción jurídico-política, como es la “soberanía” de un Estado. El mecanismo, entonces, debe en lo posible estar previsto con anterioridad, normado y controlado por la suficiente transparencia en el debate y la decisión. Esta parece haber sido la actitud frente al actual caso de Libia. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, ante un pedido de la Liga Árabe, ha decidido imponer un bloqueo a los cielos en Libia, destinado a paralizar la matanza, lo que es reclamado por toda la opinión pública sensata y humanitaria del mundo. De los países con derecho a veto, se han abstenido Rusia y China, acompañados de Alemania, India y Brasil. Los diez restantes miembros han aprobado el documento, que autoriza a los estados miembros a impedir los vuelos de las fuerzas armadas libias y a auxiliar a los civiles atacados. Anteriormente, una resolución del mismo Consejo de Seguridad remitió al Tribunal Internacional de La Haya los antecedentes sobre los numerosos y gravísimos hechos, y el Tribunal Penal Internacional ha anunciado –nuestro compatriota Moreno Ocampo lo ha ratificado- la instrucción de causa por delitos de lesa humanidad contra Khadafi y otros responsables. La vigencia de los derechos humanos está avanzando, no ya sólo en la conciencia de la humanidad, sino en el ejercicio del poder, como requisito legitimante indispensable para el reconocimiento de ese poder por parte de la comunidad internacional. Buena noticia, aún sabiendo que queda un camino largo por recorrer para convertirlo en derecho positivo que alcance a todos, con pequeños pasos dirigidos hacia la misma dirección. Entre ellos, es bueno reiterar nuestra exhortación a dos importantes vecinos continentales, Estados Unidos y Cuba, que darían un gran paso si adhirieran al Tribunal Penal Internacional superando sus prevenciones y convirtiendo a todo el continente americano en lo que alguna vez fue: faro y esperanza para una humanidad que busca su futuro. Mientras tanto, hay que actuar. Detener la masacre en Libia. Ayudar a los libios a encontrar la paz en la convivencia democrática, con el prudente ejercicio del derecho-deber de intervención, en pos de sus derechos fundamentales entre los cuales hoy está en riesgo el más importante de todos, su propia supervivencia.
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