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Galicia

    Es un lujo ser peregrino en Galicia, llegar hasta la tumba del Apóstol, dejar atrás las leguas del Camino de Santiago, e interpretar que la magia de este Finisterre radica en que es, al mismo tiempo, una meta y un punto de partida. Pocos territorios del mundo global pueden llevar en su escudo la leyenda que ahora nos inventamos: “marchar para volver”, o “caminar para regresar”.

     Decían los griegos que no hay viento favorable para quien no sabe a dónde va, y que las velas de las naves titubean cuando la proa es incierta. En Galicia, que para Góngora estaba “coronada de blancas ovas y de espuma verde”, la brújula es abierta y generosa: salían los emigrantes y llegaban los peregrinos, unos a bordo de un bergantín maltrecho, y los andarines jacobeos a lomos de sus sandalias o de su fe.

     Estas viejas historias han configurado una Galicia singular en este siglo XXI: la Galicia universal que rompe todos los tópicos de la aldea cerrada, de las abuelas enlutadas de soledad, de los campesinos arrodillados al lado del arado o de las vacas. Hoy Galicia ha entrado por la puerta grande al lugar que siempre mereció. Nos referimos a la gran lección de amor a la tierra y de la apasionada apuesta por el futuro. ¿Qué tendrán los gallegos que, en algunos países del Nuevo Continente, como Cuba o Argentina, a todos los españoles les llama “gallegos”?

    Se dice que el alma gallega es soñadora, aventurera, presta al enigma, amante del matiz, acaso pesimista, hermana de la evocación y la nostalgia. En Galicia, por su sentido universal, por su apertura a la tierra y al mar, los tópicos no ofenden. Estamos en  el país en que los marineros y los agricultores se han dado la mano siempre, y donde una nueva sociedad se está fraguando sin renunciar a las raíces de salitre y de barro, a las cantigas galaico-portuguesas, al  histórico rechazo a los invasores, a la pasión por conservar la propia identidad (los versos de Rosalía o las fabulosas historia de Cunqueiro),  como una orgullosa seña de identidad.

    Estamos en Galicia, y queremos cantar, en este “correo sin respuesta”, a esta bendita tierra que ha pasado del arado romano a la fibra óptica sin hacer ruido. A un paraíso que sonríe dulcemente ante la ironía o el sarcasmo de que, cuando un gallego está en una escalera, nunca se sabe si el gallego está subiendo o está bajando. El gallego sube cuando bajan los ánimos; el gallego baja cuando es asediado por los fantasmas. Ésa es la teoría de la escalera gallega: generosa humildad ante los débiles, y corazón de piedra frente a los soberbios.



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